Jugadores Anónimos: un proyecto para recuperar la esperanza

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Algunas historias tristes se parecen tanto y se cuentan tantas veces que terminan cayendo en el estereotipo, convertidas en carne de guion de película de sobremesa. Conviene recordar que es mentira. Que si nos parecen tópicas es porque, generalmente, sus protagonistas tienden a relatar los puntos básicos, pasando de puntillas por encima de los detalles, que son los recuerdos que activan de verdad el mecanismo de los centros de dolor.

CasinoPor ejemplo: un hombre pide un café en un bar, un día tras otro, paga y se guarda la vuelta en el bolsillo. Pero un día decide jugarse los ochenta céntimos que le da el camarero en la máquina tragaperras de la entrada. Las luces brillan. El hombre no sabe por qué, pero termina ganando un premio. Y vuelve a jugar. Una vez, y otra. Hasta convertir la vuelta del café en un problema que lo hunde en una niebla demasiado densa como para encontrar el camino de vuelta al lugar donde todo era normal y estaba en su sitio.

Ningún novelista querría un comienzo así para su historia, y sin embargo así es como sucede. Le ocurrió a Pedro, que es un nombre detrás del que existe una persona de verdad que acude regularmente a la Asociación de Jugadores Anónimos de Cantabria, donde comparte con otros afectados su problema para intentar escapar de la teleraña, juntando esperanzas que les permitan focalizar un pensamiento positivo: que siempre hay una salida, porque otros encontraron el camino.

La asociación tiene su sede en Santander, y a ella se dirigen personas de todas las edades y condición social, afectadas por la patología del juego en sus múltiples variantes: casinos, salones, juegos on line… Se trata de una organización sin ánimo de lucro, sin cuotas ni honorarios, que se financia a través de las propias aportaciones de sus integrantes.

No hay horarios ni psicólogos. Solo conversación, experiencias compartidas y un programa que comienza por admitir la impotencia ante el juego como punto de partida para encontrar el camino, a partir de esa primera confesión y de un deseo común: no volver a apostar nunca más.

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