El cocodrilo no sabe a pollo: una tarde en el Festival Intercultural

Tiempo de lectura: 6 min
Foto: Juan Manuel Serrano

Foto: Juan Manuel Serrano

¿A qué sabe el cocodrilo? La gente dice que a pollo. La gente dice cualquier cosa. Muchas veces la gente se limita a repetir una valoración, porque suena bien, y terminan convirtiendo un juicio subjetivo en cliché. Así que el cocodrilo sabe a pollo. Porque sí. Porque alguien lo dijo y el mundo hizo eco. Pero yo no entiendo en qué se parece un reptil a un ave. Dicen que las aves evolucionaron a partir de los dinosaurios. Los dinosaurios eran reptiles. Así que tal vez por ahí… ¿Y quién come cocodrilo? Quiero decir: es carne, al fin y al cabo, nada nuevo, pero el problema, en este caso es matar primero al cocodrilo. Un cocodrilo no es un pollo. O yo no he visto pollos capaces de arrastrarte al fondo de un río cenagoso y partirte en cuatro a mandibulazos. Para saber a qué sabe el cocodrilo hay que probarlo, eso está claro. Se puede ir a Zimbawe, ida y vuelta, en aviones descoloridos, haciendo escalas en esa África de mi vida que se muere de hambre y que baila. También puedes coger el urbano, el coche, los pies, lo que tengas, y plantarte en el Festival Intercultural de Santander.

¿Tienen cocodrilo allí?

Tienen cocodrilo allí. Y cebra. Y corazón de vaca macerado. Y chocolate maya. Y frutas confitadas de Irán. Y sushi venezolano. Y guacamole que no se parece al guacamole de la sección de refrigerados del supermercado. Y cervezas. Muchas. Es curioso como cada país tiene la suya. De ahí nacen un poco los paladares, del agua que llueve sobre cada tierra y empapa despacio los lúpulos. Son más importantes, mucho más, las charlas alrededor de una mesa que las banderas.

Tienen una cerveza, por ejemplo, con una etiqueta así, muy curiosa, de la Virgen María coronada por una hoja de ídem. ¿Y sabe a…? Sabe, vaya sí sabe. Y va muy bien con el cocodrilo, la birra perfumada con THC.

El Festival está en El Sardinero, casi amarrado a una tribuna del estadio. Sabes que has llegado porque en la puerta hay una Estatua de la Libertad en miniatura, una torre del oro, unos budas. ¿Había también un Taj Majal? Es probable. ¿Y queda elegante? Que importa. Se trata de lanzar un mensaje: ríete. Entra y come. Bebe. Mira las actuaciones, en el escenario del fondo. Todos los días hay algo. Y la Feria dura casi un mes, hasta el 7 de septiembre. Por ahí pasan, han pasado ya, pasarán, Falete, David Barrull, Nacha Pop. Y los chicos y las chicas de las asociaciones, que tienen asignados dos días a la semana, para subirse a enseñar su arte.

Arte hay mucho. Cada país muestra su pedacito, abriéndose un poco la camisa para que los demás le veamos el corazón. La idea es: recuperar las esencias tradicionales, convertir la cultura en algo que se ve, se toca, se saborea, se escucha y se siente. Se trata de escarbar, en la tradición, un ratito, para rescatar memorias que desaparecen: recetas, ritmos, palabras, una forma especial de engarzar un collar o pulir una piedra.

Foto: Juan Manuel Serrano

Foto: Juan Manuel Serrano

Se aconseja pasear, hacer preguntas, dejarse ir. Así se termina probando el cocodrilo. La cebra. El Jiao Zi de China, una especie de empanadilla que no parece una empanadilla, hervida y rellena de carne y verduras. Es el plato más representativo del país, te explican, se prepara en todas partes, como un ritual de buena suerte, una llamada a la abundancia, como tocarle el timbre el futuro y esperar respuesta. Y puedes probar también, en esta China de diez metros cuadrados, aguardientes de bambú, licores de caña.

No importa adonde vayas. En realidad, todo está bueno. En Perú, si tienes suerte, la cocinera se sienta en tu mesa y te detalla el menú. Se llama Aida y lleva en la Feria desde la primera edición, en 1992, en Sevilla, con motivo del Quinto Centenario. Aida sonríe y te cuenta que los anticuchos son pedazos de corazón de ternera macerados con ají panca y patata a la plancha, que la yuca alimenta más a la patata, que Lima se parece a una ciudad andaluza.

Aida conoce a todo el mundo. Igual que Guillermo Xiu, un maya que cincela esculturas de chocolate y que después de muchos años conoce el Festival como uno conoce la calle en la que jugaba de niño. Guillermo se encarga de la coordinación de la Feria, que cumple su novena edición en Santander. Considera que la capital cántabra es una puerta al mundo, a un paso del Atlántico y de América, enclavada como está en su bahía cantábrica. Habla de la ciudad y también de un Festival que es como de su familia, que recorre España todos los años pasando por Vitoria o Sevilla. Habla de la Fundación Chocolate Maya, galardonada en 2012 por la Universidad de Cantabria, que ayuda a poner en marcha colegios y huertos medicinales en las zonas indígenas de México. Y habla, con entusiasmo, de cada uno de los productos, de cada puesto de artesanía, de cada plato típico.

A través de sus ojos, todo sorprende. Aquí está la caseta de República Dominicana, la de al lado es de Grecia, la de más allá de Rusia, la otra de Argentina, el olor a crepes viene de Francia. Aquí está Alemania. Allí está Cuba. Pequeña reunión de Naciones Unidas sin derecho a veto ni Consejo de Seguridad. Las cuatro chicas vestidas de negro son de Venezuela. Preparan sushi. Pusieron en marcha un negocio: Geisha Sushi Creativo. Elegante como una performance en un museo de arte moderno. Preparan comida japonesa con ingredientes caribeños. Sonríen.

Todo está bueno. Y a partir de las ocho de la tarde las calles de esta ciudad con dos puertas se empiezan a llenar de gente. ¿Qué falta? Falta probar el cocodrilo. Está en Sudáfrica, esperando. Con vino tinto africano y cerveza aromatizada con marihuana. La carne de reptil, parecida al pescado, cortada en pequeños dados, chisporrotea en la plancha de George, ojos azules, mitad sudafricano y mitad argentino. Está listo en unos minutos. ¿Y de verdad sabe a pollo? Eso dice la gente. La gente dice cualquier cosa. Muchas veces la gente se limita a repetir una valoración, porque suena bien, y terminan convirtiendo un juicio subjetivo en cliché…

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