Cantabria en la distancia

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HÉCTOR VICENTE DELGADO || Socio de EL FARADIO

Cantabria, primeros pasos, tropiezos, heridas en las rodillas.

Cantabria, torpes pedaladas, veranos bajo el sol, desengaños amorosos, adolescencia.

Cantabria, nochebuena en familia, introspección en solitarias playas, maletas cargadas de recuerdos.

Cantabria, verde en la mirada, espuma de mar, olor a sal y a rocío, hogar.

La distancia crea vínculos férreos, los potencia hasta tal punto, que la nostalgia se convierte en una bella melancolía.

Quienes vivimos lejos de nuestra tierra, recurrimos a todos esos momentos que a lo largo de la vida, la memoria ha sido capaz de grabar a fuego.

Por ello, a medida que vamos acumulando años en la mochila, retrotraernos a aquellos instantes que marcaron nuestra infancia, descargan tan pesada losa.

Cantabria es bálsamo para el exiliado. Basta con un sencillo repaso a nuestro archivo mental, para reconfortarnos en sus playas, sus verdes praderas, en definitiva, aquellos lugares donde la felicidad es la actriz protagonista de la obra.

Todos peregrinamos a esa guarida donde refugiarnos, a la que nos escapamos, física o mentalmente, para evadirnos o simplemente esbozar una sincera sonrisa terapéutica, capaz de calmar el ardor más profundo del alma.

Es por ello, que en estas líneas quiero echar la mirada atrás, situarme en los lugares a los que llamo hogar, escenario de los más tiernos y reconfortantes momentos. Es hora de soñar, de cerrar los ojos e imaginarse frente al mar. Un minuto basta para soñar una vida, así de relativo es el tiempo

Nuestra existencia, al fin y al cabo, es un tortuoso camino, plagado de trampas, sinuosas curvas, piedras traicioneras y demás perversos compañeros de viaje, -si se me permite una afirmación tan decadente- pero incluso la senda más tenebrosa, arroja fogonazos de luz cegadora, una luz llamada Cantabria.

La Cantabria del majestuoso azul salado, y es que como dijo Khalil Gibran “Debe haber algo sagrado en la sal: está en nuestras lágrimas y en el mar”

Todo se valora cuando se pierde, o cuando lo poseemos pero nuestra vista no alcanza a verlo. Desde mi balcón de la meseta no atisbo las olas, pero basta con cerrar los ojos para que el oleaje me lleve por delante.

 

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1 Comentario

  • María Bravo
    31 de octubre de 2015

    Me ha encantado el artículo, se nota que está cargado de sentimientos y amor por la tierra. Espero que este colaborador se anime a escribir en más ocasiones

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