«Los refugiados están en mitad del mundo y no son nadie»

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Hoy en día los jóvenes que nos podemos quedar en Cantabria somos muy afortunados, pues las oportunidades no han parado de disminuir desde el principio de la crisis. Se percibe en la calle, en ese vacío social de un rango de edad al que se echa de menos.

Muchos han emigrado dentro de España pero la mayoría han tenido que abrir más las fronteras y se han hecho ciudadanos del mundo, abriendo su mente y sus miras más allá de lo imaginable. Uno de esos casos es el de Marina Miguelez, una cántabra anónima de 29 años cuya carrera de ingeniería de minas y sus dos máster en Medio Ambiente y Calidad y en Energías Renovables no le han servido de mucho en Cantabria.

Sus conocimientos han viajado a la ciudad costera de Varna, en Bulgaria, donde trabaja en una organización de servicio de voluntariado en cuestión medio ambiental, recolectando papel y cartón y organizando actividades relacionadas con la educación medioambiental.

Marina (derecha) bailando con varios voluntarios y refugiados en el campamento de Idomeni.

Marina (derecha) bailando con varios voluntarios y refugiados en el campamento de Idomeni.

«Bulgaria es totalmente diferente, es un país que ha salido del comunismo hace 30 años y eso se nota», nos cuenta en una entrevista en Buenas Tardes Cantabria. «Además, a los españoles nos tienen con alfombra roja».

Allí, Marina ha vivido desde lejos la situación española y estuvo muy al tanto de las primeras elecciones en diciembre, aunque reconoce que, tras la nueva convocatoria «quedé muy decepcionada».

Desde la distancia rogar el voto desde Bulgaria era directamente impensable. «Tenía que ir a Sofia, la capital, pasar siete horas de autobús y luego esperar a que te llegue a correos la documentación, con lo mal que funciona aquí». Así que decidió recurrir al voto donado, es decir, que aquellos españoles que vayan a abstenerse cedan ese voto a los que desde el exterior no puedan ejercerlo.

«Lo hice a través de Marea Granate, aunque iba con miedo porque va por comunidades y al ser Cantabria tan pequeña no sabía si encontraría a alguien. Pero hablé con una amiga que no suele votar y me donó el voto, así que cedí a la chica que había encontrado para otro cántabro que estuviera fuera», cuenta. Así lo hará también esta vez, ya que su amiga sigue más empeñada que nunca en no votar. «Está muy quemada», asegura.

Sobre la situación en España, Marina no ve nada nuevo, «si acaso peor», matiza, por lo que no se anima a volver a España para quedarse.

VOLUNTARIA EN UN CAMPAMENTO DE REFUGIADOS

Encontrándose allí, Marina y unos amigos españoles decidieron que no estaban tan lejos de los campos de refugiados griegos (algo más de 1.000 kilómetros), y se lanzaron a la aventura de recoger ropa, comida y dinero para poder colaborar.

Finalmente alquilaron un coche y acabaron en el campamento de Idomeni, el más grande de Grecia que ya fue desalojado, aunque también estuvieron en el campamento de Eco. Reconoce que el primer día llegaron con un poco de miedo a qué se encontraría, pero los rumores no le prepararon para lo que vio.

Allí estaban acinadas 10.000 personas como tú y como yo, con familias y niños, un montón de niños». Eso fue lo que más llamó su atención. Muchas veces dicen que los medios solo ponen a los niños para sensibilizar pero no… Era exagerado la cantidad de niños que había».

Estos niños vivían en unas condiciones infrahumanas «si se puede decir condiciones a eso», con barracones, colchones como tumbonas de playa, baños portátiles con el agua justa… «Simplemente ponte en el caso a cuando te vas, por ocio y placer, de acampada, máximo una semana, y estás deseando pillar tu cama tu cama porque estás hecho trizas. Pues imagínate, allí que hay gente que lleva dos y tres meses con niños».

Marina cuenta que entabló una relación más cercana con dos familias, que eran los que sabían inglés. «Ellos tenían su tienda porque por las noches los barracones estaban llenos de culebras y ratas, y para los niños eso no es vida».

Con una de estas familias, una mujer y sus hijos, mantiene aún el contacto a través del teléfono. «Les desalojaron de allí y ahora están en un campo cerca de Tesalonica», la segunda ciudad más grande de Grecia. «En su momento les dijeron que sería temporal, que en un mes tratarían de enviarlos a otro país europeo, pero allí siguen esperando. Esa es su vida, esperar».

FAMILIAS DE CLASE MEDIA/ALTA A LAS QUE HAN TIMADO

Muchos de los que Marina conoció en Idomeni eran familias que antes de la guerra tenían una buena posición económico. «Conocimos a una niña, que nos dedicó una canción, y que procedía de una familia de clase muy alta, que vivían en un palacete con criados. Con la guerra tuvieron que huir, así que imagínate pasar de eso a un barracón con 10.000 personas alrededor», cuenta.

En tiempos de guerra poco sirve el dinero, «lo único que han hecho es timarles a muchos de ellos», cuenta. «Para poder coger un taxi o pasar una frontera incluso a pie, a una distancia de 100 kms, igual tenían que pagar 3.000 euros por persona, o por cada dos niños pequeños».

Por eso cree que es imprescindible tomar conciencia y ayudar a estas personas, tan iguales a nosotros que podríamos ser cualquiera en cualquier momento. «Cuando vas de voluntariado la mayoría te envía ánimo y fuerza. Yo no necesito la fuerza, soy alguien en este mundo, tengo mi pasaporte y soy legal, puedo volver cuando quiera. La fuerza es para esta gente, los refugiados, que están en mitad del mundo y no son nadie».

Hay países que han sido especialmente beligerantes con estas personas, y entre ellos han destacado mucho Austria y Bulgaria, cuyas imágenes de acoso a los refugiados que trataban de cruzar sus fronteras han dado la vuelta al mundo.

«Hay grupos, que no son muchos, pero que hacen mucho ruido», confiesa Marina, que no le gustaría que se quedase con esa imagen de Bulgaria. «Durante 15 días antes de ir pedí ayuda para recolectar cosas de quien quisiera colaborar con dinero o ropa y fue caótico, nos quedamos sin hueco en el coche y tuve que pedir que las demás solo donaran dinero para comprar cosas allí».

Además, en Idomeni se encontró con un grupo de búlgaros, de 50 y 60 años, que estaban como voluntarios en el equipo médico. «Me hizo mucha ilusión encontrarles por la fama que se están cogiendo por estos grupos».

Por desgracia, muchos aún tienen miedo a esos pequeños grupos violentos que están dando mala fama al país. «Quise hacer una especie de evento para la gente que quisiera colaborar en vez de llevármelo a casa, y hablé con una chica que conozco que tiene un bar, pero me dijo que no lo hacía porque alguno de esos grupos podrían destrozarle el bar». Pequeños grupos no representan a un país pero, por desgracia, condicionan la vida de los demás como todos hemos sido testigos alguna vez.

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