Las olimpiadas de los refugiados

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Es curioso cómo a lo largo de la historia el deporte ha ido de la mano de las más o menos cambiantes identidades colectivas con el objetivo de asociar sus  valores a cada grupo o individuo que compiten entre sí por el preciado metal. De hacer de sus éxitos los suyos. De sus fracasos una oportunidad para la superación y ejemplo de solidaridad. Oro, plata y bronce. Sin embargo, en el reverso de las medallas aparece la parte que menos brilla.

Quizás por eso #LasOlimpiadasdelosRefugiados, tal vez un enunciado demasiado largo para que su hashtag se convierta en trending topic,  no puede competir, por ejemplo, con la medalla de oro de Ruth Beitia. La batalla-simbólica-está servida.

¿Hasta donde llega el espíritu olímpico?

¿Hasta donde llega el espíritu olímpico?

Porque gracias a ese reivindicado espíritu olímpico desfilaba el equipo de los refugiados; una pequeña selección de supervivientes a guerras, naufragios, alambradas, inviernos, bombardeos, violaciones, torturas, mutilaciones, asesinatos, bajo la bandera de un “país” que no existe, destruido por tantos “dioses útiles” de un Olimpo arrasado por las bombas. Unos valores sepultados bajo el baño de color de una medalla. Oro, plata, bronce en los yacimientos del continente olvidado. Nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto dicen las manos que extraen el metal. Oro, plata, bronce, ya se van colocando los finalistas sobre una línea de meta en la que  ser el primero no significa que hayas ganado, no significa que estés vivo.

Así, cada verano llegan a las playas cadáveres de otro naufragio, olvidado y enterrado en el fondo del mar,  que compiten, por la atención de bañistas y veraneantes, con los finalistas de vela, de los 200 mariposa, del salto olímpico, la natación sincronizada, el maratón, los 110 metros vallas…. Y con el siempre omnipresente fútbol.

Cada uno de ellos lleva años esperando ese momento. Cada uno, en su estilo, ha empeñado su vida con el fin de cumplir un sueño, de tener su oportunidad. Un momento que quedará para la posteridad como ejemplo de lo que somos capaces. Oro, plata y bronce se van sumando en el medallero de Los Nadie.

Porque en Las Olimpiadas de los Refugiados la foto fija de los récords y medallas del nadador Michael Phelps compite con  la del cadáver de  Aylan. El primero lo consiguió. Es leyenda viva del deporte. El segundo llego a la orilla…muerto.

Porque en las Olimpiadas de los refugiados la foto fija de los récords y medallas de Usain Bolt compiten con la de otro inmigrante abatido en la valla de Melilla al intentar cruzar al otro lado. El primero es más rápido que el viento. La Libertad calzada en unas zapatillas deportivas. “Pero los refugiados no vuelan”, nos recuerda el poeta griego Eugenius Paranitsis, en su obra Paradoxa, y  el segundo no llega a tiempo. Una bala fue más rápido que él. Ni siquiera sabemos su nombre.

Porque en las Olimpiadas de los refugiados las fotos fijas de la victoria del denominado Dream Team de basket USA (equipo de ensueño) o del equipo brasileño de fútbol compiten con la de las favelas, las de los inmigrantes atrapados y amontonados en los centros CIES o de los refugiados concentrados en improvisadas villas olímpicas rodeadas de alambradas.

Mientras tanto la mirada perdida en el vacío de Omram, el niño Sirio rescatado de entre los escombros tras un bombardeo en Alepo, busca una respuesta que nadie le da. ¿Quién se pondrá esta medalla?

Los Juegos Olímpicos como paradigma sublimado de las mejores cualidades y valores del género humano son capaces de emocionarnos, de mantenernos en vilo hasta altas horas de la madrugada. Son ese espejo distorsionado donde al mirarnos nos vemos tal y como quisiéramos ser. Donde, quizás, solo veamos lo que queremos ver.

En Las Olimpiadas de los refugiados  las personas anónimas luchan por mantenerse con vida, otro día más, por llegar nadando a la costa, por saltar la alambrada sin más pértiga que sus brazos descarnados. Por recorrer a pie la maratón de su vida, sin zapatillas de marca, pero con las huellas del camino marcadas a fuego en sus pies hinchados, en sus rostros curtidos, en sus corazones exhaustos.

Donde el salto de longitud se sustituye por el salto por los aires tras pisar una mina antipersona. Donde el tiro con arco, es ejecución de madrugada. Donde la jabalina explota cuando toca el suelo porque es una granada de mano. En el que la lucha cuerpo a cuerpo es jugarte la vida cada día. Y en el que vencer es conseguir seguir vivo un día más. No existen himnos, ni medallas, ni manos en el pecho con la mirada fija  tras la estela de una bandera. Porque en Las Olimpiadas de los Refugiados no necesitan himnos, ni banderas, ni más diploma, o reconocimiento, que su compromiso, paso a paso, día a día.

Muchas de estas personas están al otro lado del foco, en el reverso de la medalla. Y sus victorias son cotidianas, de esa cotidianidad cosida a una emoción que perdura como segunda piel. De esa cotidianidad que lucha porque nadie pierda.

Porque para las Olimpiadas de los Refugiados no hay que esperar cuatro años, algunas duran toda la vida… y toda la muerte.

Nota: El término refugiado, para este artículo, se utiliza en el sentido más amplio y polisémico de la palabra.

El próximo 18 de septiembre se ha organizado la carrera popular ‘Santander corre por Siria’. Inscripciones aquí

 

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