Los refugiados en los Balcanes: espacio y tiempo

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||por RAMÓN QU||

Es sabido que una de las mejores formas de conocer una cultura es comprender sus ideas sobre el espacio y el tiempo. Así, en el caso de que quisiéramos hablar del occidente contemporáneo, quizás tuviésemos que empezar por valorar lo que ha significado el paso de la teoría de Newton del tiempo y el espacio absolutos a la teoría de la relatividad de Einsten. Pero éste no es nuestro objetivo, ni estamos capacitados para abordar tema tan complejo. Pretendemos únicamente hacer una pequeña reflexión sobre el cómo vivimos subjetivamente el espacio y el tiempo en nuestra existencia cotidiana. Y sólo en un aspecto muy concreto.

En el área desarrollada del mundo moderno, el espacio y el tiempo han sufrido un doble movimiento. Por un lado, se han expandido. Del espacio reducido a un valle o comarca de nuestros abuelos, hemos pasado a tener la posibilidad de ensanchar nuestro horizonte al planeta entero. De la misma manera, el tiempo, en su acepción más íntima, tiempo vital, ha crecido tanto si lo medimos por años, como si lo juzgamos con criterios de calidad de vida. Por otro lado, ambos han sufrido una contracción. Gracias a unas tecnologías enfocadas a la velocidad, viajamos al otro extremo del globo en unas horas, cuando tan sólo hace un siglo hubiésemos tardado meses o años. Y no sólo eso, podemos asistir en directo a un hecho que acaece a miles de kilómetros. Es a este punto a donde queríamos llegar.

Imágenes de los campos de refugiados ante el invierno

Imágenes de los campos de refugiados ante el invierno

Pongamos un ejemplo. Es un día de invierno. Acabamos de comer. Afuera hace frio, sin embargo la calefacción central caldea nuestra sala de estar. Encendemos el televisor, un tanto adormilados por el asalto de la siesta. Ante nuestros ojos una fila interminable de hombres, mujeres y niños, encogidos y envueltos en ropas viejas, avanza trabajosamente por un paisaje aplastado por la nieve. Está ocurriendo en el duro sendero que une ilegalmente Slanishte, en el norte de Macedonia, con Miratovac, en el sur de Serbia, pero nosotros lo estamos viendo en, pongamos, Santander. Oficialmente es la misma hora, pero allí, a pesar de la blancura de la nieve, todo parece más oscuro y tenebroso. “Es como una película”, pensamos. Pero somos conscientes de que no es una película, aunque sólo sea por el cartel de “directo” en una esquina de la pantalla.

De pronto la imagen cambia y vemos un campo de refugiados y una fila similar a la anterior pero que esta vez aguarda turno para una ración de comida. Más que por seres humanos parece formada por almas en pena escapadas del infierno. Y en parte lo son, pues han huido del horror de Siria, pero solo para caer en el frio, el hambre y el olvido de las puertas del paraíso europeo. Gracias a la televisión el “aquí y ahora” de los Balcanes, es también el “aquí y ahora” de Santander. Pero, a pesar de todo, sabemos que, junto a esa simultaneidad que nos trae el televisor, persiste el hecho de que los Balcanes son un “allí y entonces” de nuestro “aquí y ahora”.
Podemos multiplicar los ejemplos: cadáveres en un campo de refugiados de Gaza, bombas sobre Alepo, terremotos en China, inundaciones en la India, niños hambrientos que nos miran desde África. “Aquís y ahoras” ajenos solapándose con nuestros “aquís y ahoras”. En directo, mientras tomamos una sopa o sesteamos en el sofá. Pero persistiendo como un “allí y entonces” al otro lado de la pantalla. ¿Cómo vivimos este fenómeno contradictorio?

Espacio y tiempo que se contraen hasta fundirse en la simultaneidad. Espacio y tiempo que se expanden empequeñeciéndonos, reduciéndonos a puntos, aplastándonos con el peso de una información excesiva. “Aquís y ahoras” de cualquier lugar y momento del mundo que penetran en los “aquís y ahoras” de nuestra sala de estar. Los vemos frente a nosotros. Pero sólo los vemos. No podemos actuar. Ojos sin manos. La pantalla me los trae, pero me los hace inaccesibles. Su misma proximidad es inseparable de su absoluta lejanía. Simultaneidad no es contemporaneidad. El conocimiento desborda la sensibilidad.

¿Se puede restañar esta herida? ¿Es posible integrar en la mente y en el corazón este espacio y este tiempo que, al contraerse, introducen en nuestras casas a ese niño que se está muriendo de hambre, “aquí y ahora”, delante de nuestros ojos, y que, al expandirse, nos lo pone fuera del alcance de nuestras manos, de nuestra necesidad inmediata de ayudarle, “allí y entonces”, al otro lado de la pantalla?

¿Qué pasa con nuestra indignación? ¿Hay una salida a nuestra impotencia? ¿Es culpa o es deber? ¿Bastará con dar una limosna al mendigo que nos cruzamos por la calle? ¿Será suficiente ingresar dinero en una cuenta de una ONG o llevar unos zapatos y mantas a un punto de recogida solidaria? ¿O es preciso exigir a nuestros gobiernos más ayuda internacional o cambios en su política exterior?

¿Seremos capaces de convertir ese espacio y ese tiempo que se contraen en una forma de llegar más lejos; y ese espacio y ese tiempo que se expanden en una manera de estar más cerca? ¿Habrá que hacer del tiempo: memoria, acción, esperanza, y del espacio: diálogo, intercambio de vivencias, campo de lucha?

¿O estaremos condenados a decir: “Por favor, cambia de canal, no soporto ver tanta desgracia”?
Son necesarias las respuestas.

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