El cementerio de chalecos

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Cuentan que la Santa Compaña es una procesión de almas en pena, de (des) aparecidos que tras la media noche rondan por tu parroquia a modo de advertencia, de aviso, de crónica de una muerte anunciada. Algo va a suceder y una hilera de ánimas envuelta en sudario, con los pies descalzos, el paso uniforme, casi militar, arrastra el recorrido de una vida que tocó a su fin, que vuelve por los pasos andados al lugar de donde nadie puede volver. Alumbrada, con el parpadeo de una vela, cada sombra avanza arañando una madrugada de silencio y oración, de plegaria y tiempo muerto, de liturgia y redención, de pecado sin pasado. ¿Hacia dónde va la Santa Compaña?

Una atmósfera de cera quemada lo inunda todo y su olor avanza anticipando la llegada, dejando constancia de su presencia como testimonio inerte de una vida que se fue, de una vida que vuelve como aviso, como recordatorio, como epílogo de un trayecto inacabado, como memoria sin voz de un cadáver a la deriva. Y al frente la respiración entrecortada del último que vivió para contarlo. Un caldero de agua bendita, una cruz, y el aire abofeteado por ráfagas de viento con olor a esa cera que respira soledad, abandono, indiferencia, cuotas, tratados de la vergüenza, olvido, gritos ahogados de “No tinc por”, nudos anudados en gargantas discutiendo quien habla en su nombre; de la libertad de expresión, del miedo al diferente, de ese fascismo que todos nombran, que nadie tiene, pero que siempre está.

De fronteras y concertinas en los límites de una tierra reclamada por voces de un pasado que se escuchan diferente, que se entienden diferente. Por cadáveres, con mortaja de bandera, a quienes nadie les pregunta lo que piensan, lo que sienten, ni si quieren envolverse en ese sudario. Por fábricas de armas con retorno en el fanatismo de una bomba “made in –el mundo es así, no lo he inventado yo-”. Por silencios rotos por quienes jamás preguntan a los cadáveres que se amontonan a su alrede(he)dor si pueden gritar en su nombre, matar en su nombre, señalar con el dedo en su nombre. Por barbarie cotidiana invisible, a veces de una virtualidad tan real que traspasa los límites de las redes, mientras en otras redes, demasiado reales para dejarnos atrapar por ellas, tan reales que duele siquiera navegar tu mirada por ellas, emergen enredadas las gotas de agua con rostro de “no lo conseguí”. De lágrimas cuyos surcos empezaron miles de kilómetros atrás, de años atrás, de historias atrás: En un hogar destrozado por las bombas, en un cuerpo mutilado, violada, arrasado  por el odio, desangrando la tierra hasta las entrañas.

Miles de chalecos de salvavidas (de todas las tallas y edades) se amontonan en la isla griega de Lesbos como monumento dantesco a tantos muertos sin nombre. Es el «cementerio de chalecos».  Imagen cedida por Nicolás Calzada

Y ni siquiera pudieron mirar atrás para despedirse. Y la mano tendida nunca llegó. Y la Santa Compaña, cada vez es mayor, cada vez le cuesta más reclutar a vivos para su causa, para encabezar su marcha. Porque cada vez mueren más en el intento. Cada vez más pálidos por el hambre, cada vez más luz por el fuego de mortero, de tu televisor, de la pantalla de tu móvil, de tu ordenador, del mío. Y una cruz, y un caldero de agua bendita seguido por velas encendidas, que parpadean, a punto de extinguirse mientras el flash de las fotos escribe la crónica de una muerte en directo retuiteada antes de espirar su último aliento. Y las velas parpadean sin el viento. Y las velas parpadean sin el viento.

A los miembros de la Santa Compaña no se les permite descanso, obligados a vagar durante una noche que no les dejará despertar. Cada vez más enfermos, cada vez más silencio. Solo el sonido de unas campanas que “tocan a muerto”. Llega la Santa Compaña a tu pueblo, a tu ciudad. Llega la Santa Compaña y salimos corriendo. No todo el mundo los ve y cada vez los vemos menos, quizás porque no les queremos ver, tal vez porque les tenemos miedo. Quizás porque su rostro es el nuestro.

Dicen que para librarse de la maldición de acabar formando parte de ella se debe dibujar un círculo en el suelo y tumbarse en él boca abajo. Dicen que Aylan Kurdí lo hizo, y que el círculo era un cementerio de chalecos  que no encontraron un cuerpo al que salvar, o que no lograron salvarle y acabaron velando la memoria de sus cadáveres. Porque su cuerpo tenia tantas marcas como muertos sin nombre antes que él, como muertos después, como velas que parpadean en la Santa Compaña de nuestros días por la memoria de nuestro Olvido, como testamento, como biografía sesgada, como historia escrita en sus pliegues desinflados. Como abrazo ahogado o como carta de despedida “A quien corresponda”. Y peregrinos sin dios son enterrados en un cementerio de chalecos. Junto a una Tablet, junto a la superioridad moral, cultural o ideológica, junto a los enemigos hechos a la medida de la frustración por no tener la respuesta,  por creer tenerlas todas. Por no hacer nada, por no hacer lo suficiente, por no poder, por no saber, por no querer ver a La Santa Compaña.

Este sábado día 2 de Septiembre Pasaje Seguro & Cantabria con las Personas Refugiadas organiza a partir de las 20.30 en la Plaza de las Atarazanas de Santander un acto en memoria de Aylan Kurdí, y quienes cada día mueren sin que nadie les vea. Y la vela, ya casi, no parpadea…

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