Asesinato(s) en Febrero

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Señalaba Raymond Carr que “el franquismo era algo más que el gobierno de un solo hombre”. Quizás el historiador e hispanista británico ser refiriera a que, a pesar de que el franquismo histórico acabase con la muerte del dictador, el franquismo como arquitectura política, social y cultural era algo más que esa imagen monolítica que proyectaba hacia el exterior encarnada en la figura del caudillo. Su capacidad de adaptación a la coyuntura internacional, a los cambios políticos acaecidos desde la Segunda Guerra Mundial, hizo que el régimen sobreviviera maquillándose a la medida de las necesidades de una conflictiva coyuntura histórica, en la que tuvo la capacidad de presentarse como el “centinela de occidente” como mencionara en su “Antología para un Caudillo” el informe elaborado por  La Universidad Pompeu Fabra.

De esta forma Franco y el Franquismo se presentaban como una especie de mal necesario o asumible para una parte de la opinión pública internacional. Para esa Razón de Estado, de la que hablaba el presidente Roosvelt, Franco era algo así como “uno de los nuestros”, poco importaba que hubiera llenado las cunetas de muertos, que vulnerase sistemáticamente los principios democráticos  y los derechos humanos fundamentales. El fin justificaba los medios mientras Maquiavelo se revolvía en su tumba.

Ese “algo más que el gobierno de un solo hombre” nos muestra que, no solo hacia fuera el régimen necesitaba un reconocimiento, aceptación y legitimación, sino que, de la misma manera, lo hacía hacia dentro a través de una ingeniería social, legal, moral, cultural y política que llevaría a  una parte de la sociedad española a “normalizar” el franquismo y en muchos casos a interiorizar el imaginario y el código franquista de una España Grande y Unida. Quizás por eso también acabado el franquismo y tras cuatro décadas de nacionalcatolicismo una sociedad necesitaba reencontrarse o descubrir la Libertad y los valores democráticos. Un reto complicado y no exento de contradicciones, si atendemos a las palabras del filósofo Karl Jaspers sobre el proceso de desnazificación llevado a cabo en la Alemania pos nazi donde vemos como la culpa y la responsabilidad colectiva se convierte en el desafío democrático para toda sociedad que quiera avanzar hacía esa Libertad y esa democracia libre de servilismos y justificaciones históricas:

“Bajo el régimen nazi, Alemania era una prisión. La culpa de haber ido a parar a ella era una culpa política. Sin embargo, una vez que se cerraron las puertas, dejó de ser posible una huida desde dentro. Cualquier responsabilidad, cualquier culpa atribuida a los encarcelados, —donde quiera que surja— debe inducirnos a plantear la cuestión de si había algo que los prisioneros pudieran hacer”.

 

Hoy 19 de Febrero se cumplen 26 años del atentado de ETA en Santander que causó la muerte de  Eutimio Gómez, Julia Ríos y Antonio Ricondo #Desmemoriados

 

Enfrentarte al espejo de la historia y hacerse la pregunta que plantea Jaspers no es fácil. Definir la condición de prisionero que plantea el filósofo tampoco. Sin embargo, tal vez, si ponemos el foco en la de víctima podamos avanzar un poco más. Las víctimas del Nazismo, del Franquismo, del Terrorismo de ETA, en definitiva las víctimas de visiones que penalizan la diferencia, la disidencia, con la ejecución.

Y es que con la dictadura de ETA  y la normalización de la violencia y el imaginario terrorista por parte de una parte de la sociedad vasca por un lado y de un determinado imaginario de izquierdas, que veían en esta banda el “último reducto” de las distopías revolucionarias, -algo así como “el otro centinela”-, por el otro, el reto se mantiene intacto a la hora de mirar al pasado y tomar nota de lo sucedido. Es la batalla por el relato sobre lo ocurrido, un relato en el que, al igual que con el franquismo o el nazismo, no puede aceptarse un análisis fundado en la inevitabilidad y justificación del hecho histórico. El nazismo no fue un hecho histórico inevitable, condenado a ocurrir como consecuencia de un contexto histórico determinado, al igual que no lo fue el Franquismo, y de la misma forma no lo fue el terrorismo de ETA y, como consecuencia de ello, la muerte de Eutimio Gómez, Julia Ríos y Antonio Ricondo tras la explosión de un coche bomba en el cruce de La Albericia (Santander) un 19 de Febrero de 1992.

Así,  mediante la imposición de un relato y la codificación totalitaria de la realidad las sociedades, y quienes las forman, pueden verse encerrados sin saber hasta qué punto ellos mismos pusieron o no los barrotes. Un delirio en el que las víctimas pueden llegar a ser consideradas  como la expresión lógica del llamado “conflicto”, del “agravio histórico” o de “la amenaza a la unidad de destino universal”. Sin más opción que morir, como si fuera algo inevitable. Como si quien disparara, quien miraba a otro lado, quien señalaba con el dedo, no pintase nada en ese Guernica de la sinrazón. Un delirio que convertía a quienes lo sufrían en piezas defectuosas para el engranaje de esas distopías totalitarias -de esos “salva patrias”- en maquetos, fascistas-españoles, rojos, judíos,  y toda esa retórica de exclusión y deshumanización cuyo final era la justificación del tiro en la nuca, del paredón y las cunetas, de la cámara de gas o del gulag.

 

 

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