Nuestra pensión

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Quizás sea imposible vivir sin ese horizonte de futuro que nos permite afrontar los sinsabores del día a día, las zancadillas, los traspiés;  esas batallas cotidianas que por separado tal vez no sean nada, pero que todas juntas se presentan como barrera de concertinas en la que el visado es de salitre, tortura y muerte. Quizás esos horizontes no necesitan presentarse bajo la forma de grandes palabras, discursos grandilocuentes o soluciones finales. Así presentados dejarían de ser horizontes, en ese caso, para convertirse en la más cruel de las realidades. La historia nos muestra como las más despiadadas distopías nacen de inmaculadas profecías utópicas. Esas en las que los escenarios fagocitan a las personas que los habitan sin importar nada más que la fotografía de un futuro sublimado tan perfecto que se olvida de los seres humanos, que se olvida del presente más inmediato, el que nos ofrece la única certeza, la del aquí y el ahora. Y es que La Perfección es sinónimo de totalitarismo. Y los ideales envueltos en bucólicas ensoñaciones, a la medida de quien los reivindica, corren el riesgo de dejar de ser un ideal para acabar siendo una proyección  narcisista y excluyente de quien los reclama.

Quizás por eso sea tan importante no perder esa mirada a la hora de hacer balance de lo que cada día nos ocurre. El horizonte de futuro viene muchas veces envuelto en las acciones y decisiones más cotidianas. Sentimos que podemos seguir si podemos pagar la próxima factura, si podemos cobrar la última nómina, si podemos dar el próximo beso, si podemos caminar de la mano de la persona a quien queremos sin importar nada más que nuestras manos enlazadas en una. Son utopías cotidianas de esas que nadie ve, pero con las que todos soñamos. Porque tras cada una se esconde una oportunidad. Es cierto que el día a día puede presentarse como una especie de apisonadora de sueños haciendo que nos olvidemos de que cada decisión significa mucho más que lo que la prisa por llegar nos quiere hacer ver. Y es que la prisa demasiadas veces es el mejor camino para llegar a ninguna parte o para no llegar. Una prisa que viene en forma de empujón simplemente porque es más urgente ese llego tarde, ya no llego, que mirarse a los ojos. Y aun así no deja de correr el conejo:

 

Por cada horizonte de futuro…

 

Llego tarde/ Llego tarde/ A una cita muy importante/No hay tiempo para decir “Hola, Adiós”. / Llego tarde, llego tarde, llego tarde.

Y en ese llego tarde, en esa cita tan importante, nos dejamos Nuestro Tiempo por el camino.

A veces ese horizonte de futuro se presenta en forma de pensión, de habitación pequeña, casi vacía, donde la penumbra envuelve un recuerdo en forma de objeto rescatado del recuerdo. Una pareja sentada en un banco  mirando hacia atrás para decir: Mereció la pena mi amor, mereció la pena. Y ese horizonte se dibuja en el claroscuro de una habitación habitada solo por uno. Y su horizonte de futuro es ese banco.

A veces esa pensión viene en forma de “pagaré” por una vida de pequeñas revoluciones cotidianas, de insumisiones a esa cordura que te vuelve gris y te atrapa en una camisa de fuerza que solo ves cuando ya es demasiado tarde. De luchar cada factura, cada nómina, cada beso, como si fuera el último, con la certeza de que es el primero de muchos. Viene en forma de echar una mano a la hija en paro, de  ayudar a los nietos con sus estudios o llenando ese tiempo que queda vacío entre tantas prisas, cuando no hay nadie que les vaya a recoger al colegio, que les lleve al parque, o que les haga la comida. Que viva con ellos.

Quizás por eso cuando gritas “mi pensión” quieras decir mucho más. Signifique no renunciar a ese horizonte de futuro que sostiene la esperanza de aquellos a quienes tanto quieres y que si no fuera por ti andarían perdidos entre tantas prisas, entre tantas “citas importantes”, entre tanto “no me da la vida” porque la vida, demasiadas veces, no espera.

Y por eso “tú pensión” es también la mía, tu grito, es también el mío, tu indignación es también mi indignación. Porque esa pensión es termómetro de algo más, de mucho más, de la fiebre de la prisa, de la fiebre del hambre, de la fiebre de la injusticia, de la fiebre del sistema.  De la fiebre de un enfermo terminal al que le niegan un horizonte de futuro y le llaman terminal, no porque no tenga cura, sino porque se niegan a darle los medicamentos para una enfermedad inoculada, para la que solo le recetan ese “esto es lo que hay”. Una eutanasia provocada para matar la esperanza, para borrar ese horizonte de futuro de la línea de tu mirada. Para provocarte una ceguera (in)voluntaria. Para que no veas ese banco y te preguntes si mereció o no mereció la pena. Por eso Tu pensión es la mía. Tu pensión es la Nuestra.

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