Escolleras y hormigón

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“Ningún perdido se pierde” decía mi abuela cada vez que la contaba las vueltas que había dado para llegar a algún lado o simplemente para ubicarme en el mapa de la vida. Muchas veces me daba la sensación de que ningún lugar era el mío y quizás por eso  podía hacerme un hueco en cualquier rincón, a cualquier hora. Sentir que no perteneces a ningún sitio te da esa libertad. Y, sin embargo, siempre tienes la necesidad de volver a ese lugar del que te fuiste una vez. Tal vez sea porque sentimos que nuestra patria es la infancia y, al hacerlo, releemos las páginas que solo la edad es capaz de pasar. Antes las transitaron Baudelaire, Rilke, o Saint-Exupery. Para ellos las fronteras venían delimitadas por esos recuerdos de una niñez que los años se empeñan en dejar atrás, pero que a la vez son los años quienes necesitan tenerla siempre presente para seguir un año más.

En la infancia encontramos el trazo de nuestras emociones, de lo que somos, de lo que queríamos ser. Y su piel nos acompaña incluso cuando la misma piel se arruga como el “burruño” de una hoja desechada porque no nos salía el dibujo, la letra, la frase, o alguno de los versos que la cubrían. Con la infancia quizás pase algo parecido; no todo nos gusta, a veces incluso solo queremos olvidarla, sin embargo en ella residen los momentos en los que creíamos que todo era posible, que por mal que  fueran las cosas siempre podrían mejorar. Nos ofrecía ese horizonte de futuro frente a la muerte. Era como un espacio protegido de la utopía, donde soñar, en el peor de los casos,  con hacerte mayor y dejar atrás tanto dolor.

 

El camino tras la niebla, la historia tras sus huellas, y «ningún perdido se pierde» que decía mi abuela

 

Recuerdo cuando era pequeño y acompañaba a mi padre a Valdició para llevar “la ayuda de la cruz roja”. Me parecía increíble ver los asientos de atrás de nuestro viejo coche llenos de cajas de comida. Qué suerte,  le decía a mi padre. Si hijo,  la que no quiere nadie; “la suerte del pobre”. Entonces no entendía muy bien lo que me decía, pero nunca más volví a referirme a esas cajas y a quienes las recibían como afortunados. Recuerdo como la sensación cambiaba cuando les veía bajar desde “no sé dónde” con sus burros de la mano y coloños sobre sus lomos. Era como si salieran de la Nada. Prao arriba aparecían entre la niebla con contornos de pasado y tiempo atrás buscando hacerse un hueco en nuestra realidad. Es curioso como el tiempo puede ser pasado, presente y futuro en un mismo lugar. Una albarca, un cuévano, un móvil, una mirada transitada por lo que fueron, por quienes son, por quienes vendrán. Y, en ella la nostalgia,  la  esperanza, la incertidumbre,  se confunden y se nombran según como se mire, como dice mi vecino.

Muchas veces era una “paisana” la que tiraba del animal, con un chaval en sus brazos, o metido en una de las canastas del burro, o incluso a la espalda dentro del cuévano. Me parecía divertido verles zigzaguear esos senderos, que solo los pasos acostumbrados a recorrerlos cientos de veces saben distinguir  y que se iban haciendo camino gracias a que sus pasos pisaban un surco lleno de huellas de otros; de años,  de inviernos, de bajadas desde la cabaña para ir a la escuela, o bajar las “cacharras” de la leche. No recuerdo verles marchar, aunque seguro que lo hicieron…

 

Las escolleras a la infancia, demasiado prácticas para ser humana….

 

Quizás si alguien les hubiera propuesto una carretera de hormigón como única opción para bajar desde sus hogares, para sus idas y venidas, para avanzar, probablemente hubieran dicho que sí. Con toda certeza así fue, pues desde entonces cada pueblo está lleno de hormigón y una carretera te lleva donde antes solo los pasos de la costumbre te llevaban. El hormigón se nos presenta como esa alfombra de modernidad a la que ninguna persona en su sano juicio puede renunciar. Y es verdad; la ambulancia, el colegio, todas esas cosas, que te dan literalmente la vida, ven en el hormigón ese camino fácil y  seguro. Sin embargo, muchas veces, solo hormigón tapa todo para que no crezca nada; ni mala, ni buena hierba. Para que  nada pueda echar raíces. Y,  muchas veces, solo el hormigón abre caminos que comunican pueblos de casas deshabitadas desde las que ya no baja nadie, porque fueron expulsados por esa huida hacia delante que no conoce de pasos, ni de caminos transitados y que los únicos “atajos” que conoce son aquellos que te dejan más perdido aún de lo que decía mi abuela. Con esa sensación de haber perdido algo o a alguien por el camino o, aún peor, sepultado por el hormigón. No conozco mucho la playa de la Magdalena en Santander, ni a la gente que la camina, pero quizás con esas escolleras sientan lo mismo que yo cuando escucho decir que el hormigón es la única solución a todos los problemas de mi pueblo. Quizás sientan como esa solución sepulta los contornos de su infancia, de esa patria en la que refugiarse frente a tantas capas de olvido y deshumanización. Igual que pasó con Amparo o con cada recuerdo reducido a un “se práctica y no le des tantas vueltas que te pierdes”. Aunque ellos no saben que ningún perdido se pierde, como decía mi abuela.

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