Garabatos, parodia

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A veces es verdad que bastan un texto y un actor o una actriz para hacer buen teatro. Siempre que el texto y los intérpretes sean buenos, es obvio. Ese fue el caso del acontecimiento escénico que ocurrió en el escenario de La Teatrería de Ábrego los pasados días 13 y 14 de abril. La función “Odiseo confinado” es la feliz confluencia de un texto excelente y un actor en estado de gracia. Adaptado para el teatro por el filósofo Rubén H. Ríos, el texto es del poemario con el mismo título del poeta argentino Leónidas Lamborghini. El actor es Daniel di Cocco, también argentino. Actor y texto dirigidos por Néstor Pérez Vidal.

Odiseo (Foto: Auréo Gómez)

El personaje que interpreta el actor surca los engañosos mares de la literatura, en los que, sin embargo, las tormentas son verdaderas, porque lo son existenciales, y al ser trasladadas al papel en blanco no son sino garabatos, que no evitan el naufragio, pero lo retrasan, produciendo la ilusión de que el navegante se mantiene a flote en la balsa de la incertidumbre.

El poema, que sitúa al sujeto poético-dramático en distintos modos de estar en el mundo, siendo solo una la condición humana, bebe de fuentes schopenhauerianas y nietzscheanas, cuyas aguas desembocan en el existencialismo sartriano y en el vivir trágico del pensador francés Clément Rosset.

A la carga dramática del texto la alivia por momentos un respiro paródico, no exento de un dramatismo con ribetes surrealistas, en ocasiones. Se sustenta el texto en una riqueza de lenguaje, que lo mismo eleva las situaciones a los espacios áureos de la poesía, que las rebaja a los niveles rastreros de la realidad, sin perjuicio, en ningún caso, de una dura belleza. Un lenguaje que, en cualquier caso, tiene al personaje respirando un aire opresivo infectado de cantos de sirena, que le impiden perseguir el horizonte, y le mantienen atrapado en los márgenes de unas páginas, que en vano hacen trampas y buscan atajos, que lleven a la eternidad.

El atajo del amor tampoco conduce a tal fin, pues no dibuja la línea imposible de la eternidad, sino que entrelinea en la existencia los garabatos de la finitud. Es entre esos márgenes vacíos donde se debate el drama del personaje, que es varios personajes, con los que comparte una condición, la humana.

No faltan en el texto referencias literarias, poéticas –el título es explícito-, filosóficas, que obligan a llevar el lenguaje a un grado de tensiones expresiva y significativa, que exige un intérprete capaz de responder al reto. Y lo encuentra en Daniel Di Cocco, que exhibe una actuación dotada de una fuerza expresiva, por la que el cuerpo se tensa, cuando la palabra se tensa, y se relaja, cuando se relaja la palabra.

Son 60 minutos de una interpretación apasionada y dinámica, sobrada de gestualidad, lo mismo crispada que serena, de un actor que triunfa encarnando a un personaje que enseña que el triunfador empaña sus logros, si no se ve, se siente y se acepta como perdedor, que es lo que a la postre es. El fracaso del personaje es el triunfo del actor.

Aparte las referencias culturales apuntadas, es en la ópera de Puccini, Turandot, donde la función, texto y actor, trasladan el sentimiento trágico de la existencia a un lugar lejano y exótico, China, no al modo de Unamuno, en quien la angustia es agónica ante la alternativa de si es preferible existir, o no, puesto que necesariamente adviene la muerte, sino al estilo del citado Rosset, para el que la ironía de un vivir trágico incorpora la angustia al torbellino de la existencia como uno de esos síntomas que hay que tratar para saber estar en los límites de la finitud y de la incertidumbre, que la literatura garabatea, y la vida parodia. Garabatos, parodia, mecanismos de defensa ante lo inevitable. Parodia que hay que tomarse en serio. Garabatos a los que hay que estar atentos, pues “algo dicen”, dice el Odiseo confinado. Por si salta alguna certeza. Aunque sea entrelíneas.

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