La(s) Cuidadora(s)

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Veía a mi tía cuidar de la abuela, del abuelo, y de los hermanos solteros de mi abuelo que vivían con ellos desde que tengo uso de razón, como si fuera algo normal. Crecí con ello, sólo bastante después empecé a ser consciente de lo que eso  significa, de la dimensión personal y familiar que tenía. Veía como aseaba a mi abuela; la cogía en brazo para ayudarla a caminar tan solo unos pocos pasos, la distancia de la cocina al baño, o del baño a la habitación. Solo en eso ya le llevaba su tiempo. A mi abuela, coja desde muy joven, cada vez le costaba mas desenvolverse por sí misma. La habían operado varias veces y como si nada, así que un día, tras resignarse a tanto dolor acompañado  de una nueva esperanza frustrada, dijo hasta aquí hemos llegado, y decidió tirar “pa lante” con lo que había. Los años fueron pasando y cada vez necesitaba más de la ayuda de alguien. Hasta que al final esa necesidad era total. Yo crecí a su lado, me gustaba sentarme en el brazo de su butaca y nos pasábamos horas hablando de esto y aquello. Joder cuanto quería a mi abuela. Me contaba historias y cuentos, refranes, adivinanzas y chistes, y siempre con una sonrisa en la cara. O así la recuerdo yo, ahora imagino que las lágrimas quizás las reservaba para momentos más a solas. Me gustaría creer que no es así. A veces incluso lo creo.

 

Cuadro «La compasión de la cuidadora» Autor: Roy Calne

 

Tras atender  a mi abuela, mi tía se ocupaba de mis dos tíos abuelos, cada uno con sus propias historias. Mi tío tocado de la guerra, por lo que había visto en África, no pudo recuperarse jamás, y mi otro tío, tras tener que venirse de Cuba con lo puesto, siempre lo recuerdo sentado en una silla en la cocina y con la voz tan ronca que acabó siendo la cuerda rasgada del silencio. Me cuentan que cuando me quemé salí de la habitación de quemados de su mano con la intención de irme con él y que se le caían las lágrimas. Es la única vez que recuerdan haberle visto llorar.  Ya muy avanzados en edad fueron los primeros en necesitar cada vez más ayuda, al igual que mi abuela, luego el Alzheimer de mi abuelo que te miraba como un niño que buscaba en tus ojos el recuerdo perdido de quien era. Mi tía, y mi otra tía, la hermana de mi padre que venía todo lo que podía a echar una mano, se han pasado media vida cuidando de su familia. En los pueblos esas cosas  se ven con algo normal, como una obligación heredada, como un compromiso. En tanto dolor hay un poso de humanidad que te reconcilia con el género humano, pero a la vez te pone frente al espejo de una carga tan mal repartida que aplasta a quien la tiene que soportar. Además te convierte en la pieza de una cadena generacional del mañana lo harán por mí y esa cadena se empieza a romper por el lado del más débil. Eso sí, Ellas, siempre Ellas.

Cuando a mi madre le tocó cuidar de la suya renunciando a su propia salud, la cadena apretó con tanta fuerza que aún hoy ahoga. Recuerdo cuidar de mi abuela, limpiarla, asearla, cogerla en brazos,  levantarla, cambiarla, volver a limpiarla. Fueron los años antes de que tuviera que irse a vivir con mis padres, porque para mí era imposible estar las veinticuatro horas en casa. No imagino cuál puede  ser la medida para entender o explicar algo así. Cuidar de tus seres queridos cuando ellos no puedan, igual que ellos, se supone,  lo hicieron contigo. Y si tú no puedes ¿Alguien lo hará? Y si es cierto que al final estaremos en ese lado de la línea de la Vida y no es leyenda urbana ¿Quién cuidará de nosotros?.  Si eso significa renunciar a una forma de vida,  o si una forma determinada de vida nos obliga a renunciar a eso. Imagino que cada cual tendrá su vara de medir. Sin embargo en esa vara de medir siempre, o la mayoría de las veces, son Ellas, siempre Ellas.

Una cultura de los cuidados asociada a la mujer en la que cada vez más las personas se ven reducidas a jornada laboral. Una jornada que ni sabemos cuándo empieza, ni sabemos cuándo acaba. Pero el tic,  tac,  no se detiene por nadie. Una jornada laboral convertida en la  cadena que se rompe siempre por el eslabón más débil y en la que hay demasiadas cadenas para que una caricia pueda darse con el tiempo suficiente para que lo sea, en la que limpiar un culo sea algo más que pasar la fregona por un suelo de una  piel arrugada. En la que bañar a alguien sea algo más que frotar y aclarar una vajilla de huesos, que dar de comer a alguien sea algo más que meter una cuchara en una boca. Que cuidar de las personas dependientes, o ayudar a quien necesita que se le eche una mano,  sea mucho más que una condena en vida para muchas mujeres. Que no tengan que dejarse la vida en ello. Ellas, siempre Ellas.

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