Es justo decir NO

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“Si una ley es injusta, lo correcto es desobedecer”[1] es una de las máximas más utilizadas a la hora de  justificar moral y políticamente el incumplimiento de una ley. De la misma manera su uso sectario siempre corre el riesgo de banalizar espacios construidos como consecuencia de una búsqueda de consenso y convivencia entre diferentes. Quizás en este, como en otros casos, el contexto marca la correspondencia entre la acción y el enunciado. Es decir, en qué medida una acción de desobediencia civil, de incumplir una ley, es fiel al espíritu de acciones como la llevada a cabo por el conocido como padre de la desobediencia civil Henry David Thoreau, cuando se negó a pagar impuestos que iban a parar a la financiación de un sistema basado en la esclavitud. Una acción así marca desde un punto de vista simbólico y teórico el significado más profundo y el recorrido político,  ideológico y democrático de la desobediencia civil como un acto de conciencia que cuestiona el orden de las cosas. Un orden  injusto y cometedor de injusticias.

La lucha del paradigma de los derechos humanos por reivindicar su lugar en el espacio público e ideológico tiene un trazo histórico presente en aquellas acciones que han cuestionado las convenciones existentes luchando por avanzar hacia la universalidad de unos valores compartidos por encima de credos, culturas, o ideologías que se presentaban como depositarias de los mismos, pero que  en su nombre han dejado en la cuneta de la historia a millones de víctimas. Una paradoja que solo se explica cuando olvidamos, cuando negamos la humanidad de quien piensa diferente.

No faltan ejemplos históricos en los que la correlación de fuerzas y sus narrativas han antepuesto el ideal colectivo por encima del individuo ofreciendo como coartada  luchar por un nuevo ser humano, prescindiendo a su vez de quienes no servían para este propósito[2]. Así si se mataba a alguien en nombre de sujetos colectivos, como el pueblo, la clase, la cultura, nación, democracia o estado de derecho etc… La vulneración de derechos humanos quedaba justificada por ese bien mayor. Una forma de matar la humanidad en nombre del ser humano.

 

Porque los derechos humanos no tienen fronteras. Es justo decir NO

 

Entender que el fin no justifica los medios, sino que los medios son un fin en sí mismos parecía una herejía frente a la que el propio padre de la ciencia política, Nicolás Maquiavelo, se revolvía desde su principesca tumba. En el caso del Thoreau luchaba contra una convención hegemónica que justificaba el esclavismo y veía a todo aquel que no fuera blanco como un animal,  despojado de esa humanidad que le convertía en sujeto de derechos. No es fácil posicionarse cuando compiten diferentes formas de ver el mundo y en esa competencia se dilucidan los derechos de las personas, la definición del Ser. Ser negro se convertía en un campo de batalla en el que se delimitaba toda una cosmovisión del mundo. Tu piel pasaba a ser una zona de guerra donde la bandera tenía el color de tu propia humanidad, de lo que luego se definiría como tal y se legislaría para preservar esa forma de ver la realidad, de verte a ti, de ver a los demás. Y es que los derechos humanos nunca han sido de todos, aún hoy no lo son de verdad ni siquiera en aquellas sociedades que dicen abanderarlos y construirse sobre sus principios fundamentales.

¿Qué actos de desobediencia civil pueden visibilizar esa realidad que asumimos como normal, para la que se legisla y que, sin embargo no lo es?  Toda analogía tiene un punto de riesgo, pero a la vez puede resultar operativa a la hora de analizar y comparar contextos, por muy diferentes que éstos parezcan en principio. Pagar o no pagar unos impuestos que sabes que ayudan a que se perpetúe y legitime un sistema que defiende la superioridad de una raza sobre otras,  participar o no en la carga o fabricación de armas que sabes que será utilizadas para matar a civiles inocentes[3]. Es decir, desempeñar un trabajo  en el que sabes que eres una pieza más de un engranaje deshumanizador. Y  todo ello en un sistema que dice construirse sobre ese principio de democrático en el que la defensa de los derechos humanos es  su principal estandarte. Y es que vivimos en una madeja tan imbricada que ya ni nos cuestionamos lo que hacemos, ni siquiera para qué, en ese “Si yo no lo hago otro lo hará”. Y no es fácil, nunca lo ha sido. Pero, ¿dónde está el límite?

Firmar una sentencia de desahucio, tramitarla, no acoger, como una igual, a una persona que huye de la miseria y la guerra, son solo algunos ejemplos. Pensar en qué papel ocupamos en esa cadena deshumanizadora es el otro. Y es que nos han puesto tantas capas que ya no vemos la relación entre la bala y la nunca, entre la bomba y el cuerpo hecho pedazos, entre no se puede hacer nada y otro cuerpo ahogado.  Entre el “yo solo cumplo órdenes y el -ya no eres un ser humano-”.

Entre ver lo que pasa y mirar a otro lado.

 

[1] Cita adjudicada a Mahatma Gandhi

[2] Por eso siempre me ha gustado la “lógica del desertor”.

[3] Un ejemplo reciente es el caso de Manuel Blanco, uno de los bomberos españoles detenidos en Lesbos acusado de tráfico de personas debido al rescate de mil refugiados en las aguas del Egeo. Todo ello por ir contra una convención establecida en forma de ley.

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