El beso del Cabildo

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En ese lugar que llamamos “ayer” habitan esos recuerdos que creemos olvidamos, pero que solo hemos apartado para sobrevivir, para seguir tirando. No es fácil enfrentarse a un pasado que te recuerda los matices del presente, esos que conviertes en categoría cuando por un papel no lo conseguiste, cuando por un día no llegaste, cuando por ese poquito que te faltaba no diste la talla que se pedía para superar el listón. Y es que “por ese poco” se acaba convirtiendo en una piedra que pesa demasiado en la mochila cuando te enfrentas a un presente que no responde precisamente a lo que creías que ibas a ser unos años más atrás, a las cosas que creías que ibas a poseer, o los horizontes que creías poder alcanzar.

Es curioso como cuando eres joven te crees que todo es posible, porque la esperanza se alimenta de la juventud, del tiempo que te queda. Luego parece como si los años te trajeran las dosis de resignación suficiente para hacer que las arrugas no se conviertan en carreteras hacia ningún lugar. Haces balance de vida y no sabes en qué lugar de la balanza poner cada cosa, no sabes de qué lado pesan tus decisiones, si del de las acertadas o el de las equivocadas, no sabes siquiera si tiene que haber esa puta balanza en la que medirte y al final todo va para el mismo saco roto que eres tú. Eso sí, con los años vas aprendiendo a hacer zurcidos, sietes en los rotos por las costuras de una piel demasiado sensible para una realidad, demasiadas veces demasiado dura.

 

La interpretación de los besos…

 

Así, enfrascado en tus pensamientos vas bajando la cuesta del Cabildo, mientras piensas qué pesa más, si haber estudiado esto porque hiciste caso a tu profesor que te dijo “tú ante todo estudia lo que te gusta” que luego todo llegará. Y ese todo se acabó convirtiendo en trabajos mal pagados, situaciones jodidas, facturas y fin de mes que no llegaban nunca y que te lleva cada dos por tres a buscarte la vida en otra parte, en otro lugar. En fin, que mientras te cagas en los muertos de tu profesor idealista que claro como era funcionario se podía permitir el lujo de soltarte esas chorradas, recuerdas los consejos de tu padre cuando te decía: sé práctico, lo importante es que trabajes cuanto antes y luego ya podrás hacer lo que quieras. Recuerdas como le hiciste caso y empezaste a trabajar en el primer trabajo que te cogieron y en el que te prometiste que era temporal, un espacio de transición para poder acabar haciendo lo que realmente te gustaba. Y, sin darte cuenta, te agarraste a una seguridad que fue haciéndote cada vez más gris, más y más gris, cada vez menos soñador, cada vez menos valiente, cada vez más conformista, porque de qué te vas a quejar encima que tienes trabajo. Y así, fuiste muriendo poco a poco, mes a mes, año a año, contrato a contrato. Y sin darte cuenta, o de manera consciente, decidiste olvidar lo que querías ser, lo que querías soñar y conformarte con lo que tenías. Hasta que un día una carta de despido, la puta crisis, te puso de patitas en la calle, a ti que jamás habías faltado un día al curro, a ti que jamás te habías puesto enfermo, que no habías pedido una baja ni siquiera cuando murieron tus padres. A ti que le cambiabas las vacaciones a todos tus compañeros, que no protestabas, que entrabas el primero y salías el último, a ti que eras el empleado perfecto.

Y mientras bajas la cuesta del cabildo cagándote en los muertos de tu padre, que al fin y al cabo son tus muertos también, la ves a Ella sentada a la entrada del portal sobre esa sillita de playa, mirando esa calle hecha de tantos recuerdos que no hay balanza que los pese y que no sabe siquiera si una balanza es la solución a su vida. La ves mirando al vacío de tantos recuerdos amontonados que no quiere ni recordar algunos, o muchos, y que algunos, los mejores, los guarda en esa media sonrisa que se dibuja en su besada comisura. No todos los besos fueron malos, no los que ella eligió, los otros no eran ni besos, eran simplemente mordiscos de depredador. Le costó acostumbrarte a los segundos y aprendió a guardar como oro en paño los primeros, a no renunciar a buscarlos. No piensa cuál de sus decisiones fue mejor, si debía haber sido más o menos previsora o si debía de haberse dejado llevar por la vida. Siente que la vida para ella ha sido sobrevivir, muchas veces sin morir en el intento.

Sigues bajando y sus formas se vuelven más cercanas. Casi no mueve ni un músculo cuando te ve llegar a su altura. Durante dos minutos, que se te hacen eternos, hace como si no estuvieras ahí, esperando. Al fin decide levantar la vista. Ya sabía que eras tú. Vaya como te vaya la vida llevas años pasando a la misma hora, el mismo día. Y aún no sabes en qué lado de la balanza pone tus besos.

 

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