Santander corre por Siria, por nosotros

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El ruido infernal de los disparos te saca de quicio (…). Todo eso resulta extraordinariamente abstracto (…). Imagino que cuando recibes un impacto es cuando todo se vuelve repentina e irremediablemente concreto. Pero mientras no te pasa nada todo conserva un algo extrañamente irreal…”

El objetivo es ayudar a la población civil siria

Así nos relata el periodista Jonathan Littel, en sus  “Cuadernos de Homs” su experiencia vivida en Siria en el  2012. Antes de que la foto de Aylan abriera los informativos de medio mundo y nos dejara atónitos a todos. Hace  tres años Aylan tenía 3 años cuando perdió la vida. Y ahora resulta incluso incómodo mencionar su nombre. La saturación de las imágenes, como recoge Littell ha hecho de esa guerra algo quizás demasiado fácil de ver para acabar siendo  demasiado incómodo de explicar. Tal vez nos pase lo mismo con la imagen de Aylan. Tal vez Siria  sea otro escalón más en la huida hacia delante de mirar hacia otro lado. Tal vez Aylan Kurdi también lo fuera. O tal vez dependa de nosotros, de la capacidad que tengamos de mirar sin miedo a donde nos coloque, el hacerlo, en el espejo de la historia.

Era 2009 cuando la refugiada y poeta siria Maysun Shukair publicó “Saca tu cara de mi espejo,” sin saber que su país, que las historias de quienes lo habitaban se convertirían en ese espejo de una historia empeñada en repetirse y que sigue colocando a las víctimas en el ángulo ciego de su conciencia. En 2014 Maysun escribió “No te vayas a la muerte solo” tras perder a su hermano víctima de la guerra: “Un niño en el mar, antes de morir, escucha la canción que su madre siempre le cantaba antes de dormir». Era 2014 y Aylan aún vivía, pero demasiados Aylan habían muerto, demasiados siguen muriendo, ahora, mientras me lees, ahora, mientras te escribo. Y las teclas sienten el pudor de quien escribe al mencionar un nombre demasiado manoseado, como si “ya no tocara” hablar de ello. Y mientras, Ellos siguen muriendo, en Siria, en Yemen, en el Mediterráneo, en el Egeo, en tu televisor, en el mío, en nuestra memoria, siguen muriendo.

Decía Paco Ibáñez en uno de sus conciertos que en los tiempos que corremos no le quedaba más remedio que seguir cantando “La poesía es un arma cargada de futuro” de Gabriel Celaya. Como si el ser humano siempre hubiera estado en guerra, con él mismo, con sus iguales, con el mundo.  Y en esa guerra cambiasen los escenarios, los rostros, cambiasen las armas, pero el retrato de dolor y muerte, de deshumanización mantenía sus pinceladas intactas.

Pareciera como si tras cada grito generacional viniera el silencio como respuesta, como cómplice, como lápida que esconde avergonzada el nombre de los caídos. Como si  un mismo rostro fuera recorrido por la expresión de dolor de tantos otros que pasaron por allí, y no dejáramos de ellos  más que una sensación que no sabemos ubicar muy bien, porque “apenas nos dejan decir que somos quienes somos” como decía Celaya. Tocamos fondo tantas veces que nos creemos que ese es nuestro estado natural. Quizás por eso las miles de personas sepultadas en el fondo del mar se convierten en la alfombra sobre la que dejamos nuestras huellas, como si dejar huella significara necesariamente pisar a alguien.

Poesía necesaria como el pan de Celaya, como el aire que necesitamos 13 veces por minuto: No sé cuántas bocanadas de aire necesita la apnea de quien está a punto de ahogarse. No sé cuánto de nuestro oxígeno se inhala de arrancarle el oxígeno a quien llega sin aliento  a las puertas de nuestras fronteras.

Y cuando ya no dan más de si los análisis políticos, los ensayos o las citas, decides hacer tuya su agonía y sientes en ti a cuantos sufren y decides ir más allá de tus penas personales. En ese momento vuelves a recorrer las huellas del refugiado que llamaba a tu puerta y que no has vuelto  a preguntarte que fue de él, porque sabes que al hacerlo te pones frente al espejo de ese qué ha sido de ti. Y la poesía dispara a boca jarro, a boca verso, a boca a boca. Y boca a boca recitamos el dolor de Siria, de Yemen, de todos aquellos que mueren asesinados en el fuego cruzado de la sinrazón. Y boca a boca hablamos, nos escuchamos, y boca a boca vemos que algo sigue pasando y que no podemos mirar a otro lado. Y boca a boca nos rebelamos contra esa parte de nosotros mismos que normaliza la barbarie. Un boca a boca que en Cantabria busca que ese arma cargada de futuro se dispare desde el presente para no repetir ese pasado que tanto pesa, que tanto mata.

Y lo hacen personas anónimas que no necesitan dar su nombre, que riman con Solidaridad, con Justicia, con Democracia, con Derechos Humanos, palabras que, para dotarse de sentido hoy, necesitan escribirse en la piel de un refugiado, como un salvavidas, el nuestro. Por eso, Santander corre por Siria. Porque no solo es Siria, porque somos cada uno de nosotros.

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