Dos miradas distópicas

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Cuando en un escenario coinciden, en línea con el público, dos textos inteligentes, dos autores lúcidos y dos actores en estado de gracia, que es su estado natural, se produce un fenómeno teatral, mal comparado -¿mal comparado?-, como el acontecimiento, que ocurre en nuestra galaxia, cuando el sol o la luna se alinean con la tierra, más allá de las estrellas.

Un momento de la representación

Con una diferencia: así como en la parte que les corresponde del universo, sol y luna se eclipsan, según sus respectivas posiciones, en el espacio escénico no siempre las estrellas teatrales anulan la luz de la otra, sino que la refuerzan. Esa feliz coincidencia de autores, textos y actores se dio en La Teatrería de Ábrego, los días 12 y 13 de abril, cuando se representó “Punto final”.

El espectáculo, dirigido por Pati Domenech, consta de dos partes, con sus textos, sus autores y sus actores propios. Se podría haber cambiado el orden de las partes, pues no habría alterado la correspondencia entre ambas, por cuanto, si es verdad que la causa precede al efecto, no es menos verdad que el efecto puede llevar a la causa.

Así, en la primera parte se representa el efecto, en el personaje que interpreta Fernando Madrazo, un actor de raza, que se transfigura cuando pone un pie en el escenario; cuando ya ha puesto los dos, se pone difícil distinguir entre el intérprete y el interpretado, tal es la identificación, por más que tan provisional, como artificial, del uno con el otro.

El personaje es un intelectual, que ha caído en desgracia, hasta la indigencia, al que el punto final de su obra lo pusieron otros, que no la habían escrito. El autor, Áureo Gómez, toma como referente el texto del alemán Martin Miemöller, mal atribuido a Bertolt Brecht, “Vinieron a por…”, que lamenta la cobardía de los intelectuales alemanes, tras el ascenso del nazismo, y la subsiguiente persecución, tormento y muerte de colectivos pertenecientes a etnias e ideologías “impuras”.

Escena del montaje

Escena del montaje

En su texto, el autor pone de manifiesto la retirada de los intelectuales a los cuarteles académicos, donde la crítica es más fácilmente controlable. Fernando Madrazo encarna a ese intelectual, que quedó sin nadie que le defendiera, cuando fueron a por él, que fue el último. Dos voces suenan en el personaje: la de una rebeldía sofocada, y la de una exculpación resignada.

El actor ofrece, una vez más, una creación interpretativa, mediante un diálogo del personaje consigo mismo, que tiene como interlocutor a un público, que es la trasposición de la sociedad actual, acostumbrada a los tics antidemocráticos de las democracias modernas.

En la segunda parte, autor y actor es el mismo, Pablo Escobedo, quien dibuja un retrato del político demócrata a la española, para el que no le faltan modelos, y de todos toma algo, para mostrar un espíritu común.

Un candidato a la presidencia del Gobierno prepara el discurso de investidura, al que pretender dar un nuevo tono, pero no puede evitar incurrir en todos los tópicos de los discursos políticos, más si se aspira a gobernar, que es a lo que aspiran todos. El autor ridiculiza a los beneficiarios de unos discursos, en los que no hay una frase para la verdad, al tiempo alerta las conciencias de los damnificados. Se vale para ello del boxeo, como metáfora de las contiendas políticas, en las que los púgiles, todos, vencen por puntos, que se reparten, mientras que los asistentes al espectáculo pierden por KO.

Pablo Escobedo, actor, dota al personaje creado por Pablo Escobedo, autor, de un dinamismo, a ratos trepidante, repartiendo con los puños enguantados golpes al aire, bailando al ritmo de músicas mitineras: violencia sublimada en forma de discurso con el que persuadir, más que convencer. El actor caricaturiza a unos personajes, pues son muchos que caben en el mismo, todos bajo el máximo común denominador del ansia de poder.

Y, al tiempo, apela a los destinatarios del discurso -el público-, para ponerlos en guardia. Pablo Escobedo despliega un repertorio de recursos corporales, gestuales y verbales, ejecutados con tanta profusión, como precisión, para tornar la crítica en sátira, que ponga al descubierto lo de farsa, más que de comedia, que exhibe la política. Por ello, provoca en el espectador una risa, con toda su carga de reflexión a cuestas, para no relegar, la reflexión, hasta la víspera del día de acudir a las urnas.

Como una distopía se ha presentado “Punto final”. El diccionario define distopía como “una sociedad ficticia indeseable en sí misma”, que tiene lugar en “novelas, ensayos, cómics, series televisivas…” Y también en el teatro, como es el caso del hecho escénico, que me ocupa. Las distopías de G. Orwell y Aldous Husley fueron tan ficticias -entonces-, como indeseables. La distopía articulada por Pablo Escobedo y Áureo Gómez es tan indeseable, como real -ahora. Pero son ellos, con Fernando Madrazo y Pati Domenech, quienes la hacen teatralmente disfrutable. A fuerza de buen hacer. Con humor: ácido y tímido, a veces; otras veces, festivo y exultante. Siempre crítico.

Los textos son dos miradas a una misma realidad socio-política, desde dos perspectivas, de las que una lleva a la otra, en un camino de ida y vuelta. Ambos difieren en el tono, si bien la ironía es un elemento que comparten, y que se cifra en un “cara patata”, insulto, quizá mera descripción, por el que el personaje concebido por Áureo Gómez es reducido a los márgenes de una sociedad, donde la libertad de expresión no pasa por sus mejores momentos. “Cara patata” es la anécdota, cuyas consecuencias el personaje ideado por Pablo Escobedo eleva a categoría, golpeando con los puños de sus leyes. ¡Temblad, titiriteros! ¡Temblad, raperos! ¡Temblad, intelectuales críticos, si quedáis alguno! ¡Temblad, malditos, temblad! Vendrán a por vosotros… Ah, que ya han venido.

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