Del boxeo

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||por MIGUEL ÁNGEL LÉON ROLDÁN ( ‘Me llamo Fernando Galindo, como todo el mundo) ||

Hubo un tiempo en el que nos apetecía golpear. Éramos más jóvenes, claro, y no tomábamos antidepresivos. Tampoco había Instagram y aún no había nacido el moderno descanso del guerrero urbano llamado whatsapp. Ni siquiera había llegado Pablo Iglesias. Había que poner los ojos en otra cosa. Se estaba en la calle. Y mucho.

Salíamos de bares con la cuadrilla o, en el mejor de los casos, con los amigos. Aquello era puro delirio. Al fondo de la barra de algún bar siempre había alguien esculpido a la medida de tu deseo rabioso. 80 kilos, 1’90m, cara de quéesloquetúquieres te insinuaban los sarmientos como venas de sus brazos y sus manos capaces de sacar cebollas de la tierra. La cosa era puro simulacro, faltaría más, nunca nos enganchamos con nadie, no sea que nos fueran a partir la cara de verdad. Pero el torrente sanguíneo ahí estaba, nadie lo podía negar.

Estos días, leyendo Del Boxeo de Joyce Carol Oates he tenido de nuevo la sensación de que me ataban los machos. El libro de Carol Oates pivota con pasmosa exactitud sobre los huesos duros y las fracturas del mundo del boxeo: el ascenso y la caída del púgil, su origen humilde, el dinero y la fama, la controvertida rivalidad racial y política tanto dentro como fuera de las cuerdas entre blancos y negros, la megalomanía inherente al boxeador, y la semejanza del cuadrilátero con el teatro más real e irrepetible del resto de deportes. Todo ello dentro del escenario americano.

Del Boxeo

Del Boxeo

El ensayo desgrana un brevísimo histórico del mundo del boxeo partiendo de sus orígenes grecorromanos para centrarse de lleno en las figuras más destacables y controvertidas y en aquellos combates que marcaron un antes y un después para la historia de los puños enguantados: Joe Louis y Billy Conn, Joe Frazier y Muhammad Ali, Marvin Haggler y Thomas Hearns.

Personalmente, me ha hecho recordar cómo sangraba con Young Sánchez de Aldecoa, y con las películas Fat City de John Huston y, por supuesto, la recreación de Jake LaMotta en Toro Salvaje, de Martin Scorsese.

También con La ley del silencio, de Elia Kazan, con un Marlon Brando descompuesto arrastrándose por un pasillo de hombres hacia la libertad y la dignidad del trabajo en los cargueros portuarios.

Nada que envidiar, por cierto, al último Rocky Balboa de Stallone o al Mickey Rourke en The Wrestler, crónicas agridulces de un tiempo pasado. Lo verdadero en ellas reside en el hecho de que para cualquiera de nosotros aunque ya no aguante el cuerpo, el espíritu nos gana siempre la batalla.

Un buen combate de boxeo tiene la fuerza que Emily Dickinson le atribuía a la poesía: sabes que es grande cuando te vuela la cabeza. Ante la asfixiante pornografía de las no celebridades que se ven en el día a día, uno tiene la alegría de saber que el boxeo es decididamente real.

Los vuelos de antaño ya no se han vuelto a ver, en parte porque Mediaset lo gobierna todo y en parte porque los amigos tienen que hacer largas colas en el paro. Y para qué engañarnos, ya nos caímos en la acequia de chicos y dijimos sin hacerlo que nos íbamos a tirar al Ebro en la noche del sábado. Ahora bien, eso no quita para que a más de uno le tenga ganas: “si no se puede golpear, por lo menos se puede ser golpeado, y saber que se está vivo”.

El boxeo tiene que ver con la rabia, comenta Carol Oates. Ahora que todo el mundo quiere hacerse un nombre en las redes sociales (María “la Bloguera”, Nacho “noveonidosdedos”, Gil y tal, “Superfraudal”) yo prefiero ver por televisión el esperado combate el próximo 2 de mayo entre Mayweather vs. Pacquiao desde Las Vegas. Y luego salir a la calle, a ver qué pasa.

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