Días felices en el infierno

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“La tarea me tenía absorto, porque la lengua húngara era el único sitio del que jamás podrían echarme.” (Faludy, György . Días felices en el infierno. Pepitas de calabaza & Fulgencio Pimentel)

Recuerdo perfectamente mi primer encuentro con Alfonso Martínez Galilea. Fue en la feria del libro de Logroño, que por entonces se celebraba bajo el abrazo de la catedral de la Redonda, demostrando que no sólo la política hace extraños compañeros de cama. Alfonso ejercía de librero, comme il faut, y yo de adolescente pedante fascinado por la vanguardia de Perec o Julián Ríos.

Echando la vista atrás, reconozco que mis gustos literarios merecerían penas tan severas como el atraco a mano armada, pero Alfonso no me lo tuvo en cuenta, o eso quiero creer, y en los años sucesivos me regaló horas de amistad, consejos y consuelo literario imposibles de recompensar.

De ese primer encuentro guardo dos frutos materiales: ‘Larva’, del citado Julián Ríos, y ‘La lengua absuelta’ de Elias Canetti.

Del primer libro poco recuerdo, y es que mi gusto juvenil por la experimentación lingüística terminó pronto, pero ‘La lengua salvada’ es uno de los libros más asombrosos que haya leído nunca.

Testimonio de los principales acontecimientos del siglo XX, el libro resuena en mi cabeza mientras releo las últimas páginas de ‘Días felices en el infierno’. Ya se sabe que los lectores somos caprichosos, y los hilos subterráneos que trazamos entre obras y autores la mayoría de las veces son tan intransferibles como el DNI.

Portada de Días felices el en el infierno

Portada de Días felices el en el infierno

Así, encuentro innumerables semejanzas entre ambas obras, más allá de la vocación memorialística con que fueron escritas.

También entre Canetti y Faludy: su sentido de la responsabilidad, sus agudas observaciones y una inteligencia valerosa les emparenta en una época huérfana de referentes.

Lo que les une les distingue a su vez de la mayor parte de escritores de su época: una inmensa capacidad de mirar el mundo con los ojos abiertos y de actuar y pensar en consecuencia, más allá de los dogmas a los que voluntariamente parecemos conducirnos.

Me temo que aquí acaban las semejanzas entre estos dos escritores judíos, ya que mientras Canetti rememora el pasado con nostalgia y rigor de taquígrafo, el libro de Faludy es una irreverente celebración de la vida, un fresco colorista que demuestra que la vida es mucho más rica de lo que nos venden los discursos públicos.

La pasión juvenil por el arte de Faludy, revisada por el cinismo tierno con que el tiempo reviste los pecados de juventud, alcanza una brillantez y una belleza comparable tan solo a la que Stefan Zweig mostrara en ‘El mundo de ayer’.

Sólo es un ejemplo de la excelencia alcanzada por la prosa de Faludy, cuya varita mágica asoma por todas y cada una de las páginas de la novela.

‘Días felices en el infierno’ recorre 15 años de la vida de Faludy, desde su huída de Hungría en 1938  perseguido por el gobierno filonazi hasta su salida del campo de trabajo de Recsk.

El valor testimonial del relato (que alcanza su cima al describir con detalle las absurdas y terroríficas purgas políticas de que fue testigo) no debe hacernos olvidar que estamos ante un caleidoscopio en el que tienen cabida todos los géneros literarios: desde la novela pastoril, trastocada en su ambientación tradicional a la poesía romántica, pasando por la economía política o la novela gótica.

La fascinación que ejercen sus páginas consiguen que algo dentro de nosotros se rebele contra la anemia cotidiana, la muerte por entregas de la que hablaba Javier Salvago.

La literatura, la gran literatura, nos salva de todo orden y de toda norma predicando la belleza, la seducción, la inseguridad y la rebeldía. ‘Días felices en el infierno’ nos arranca del letargo en que vivimos por el impacto que provoca, nos conmueve, y caemos rendidos irremediablemente ante el encanto de la enorme inteligencia de Faludy. Nos enriquece, nos seduce y nos permite conocernos mejor a nosotros mismos.

Los grandes libros son aquellos de los que nos apropiamos y nos dan  la posibilidad de ser verdaderamente libres para vivir mejor. Leer es multiplicar lo real, y la honda escritura de Faludy, sus ángulos de visión imprevistos, representan una celebración de la libertad y de la vida a pesar de los pesares.

Maestro de la palabra, libérrimo, y profundamente enamorado de vivir, Faludy disecciona el poder aniquilador de los totalitarismos mientras ensalza la vida plena, la vida sin ataduras.

Esa es la principal enseñanza de este regalo que nos ofrece Faludy a través de la soberbia traducción de Alfonso Martínez Galilea.

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