Santander, la playa del Camello y el café Dromedario

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La conocemos como Playa del Camello aunque la forma de la roca se asemeja a un Dromedario || Foto: www.fotonatura.org

En Santander pedimos las cervezas en cuartos o en medias. Es nuestra unidad de medida y nos pasa, cuando salimos fuera, que a veces no nos entienden al otro lado de la barra. “Una media de cerveza”, pedimos; “quinto o tercio”, nos contestan. Y ya está. Nos entendemos. Al final estamos hablando el mismo idioma. Y hasta del mismo botellín.

Nos pasa además que pedimos café mediano, que no es un cortado ni un café con leche, y se sirve en vaso de cristal. Aquí la cosa se pone más fea allende fronteras. “Un mediano”, pedimos. Y no recibimos más respuesta que la típica mirada de camarero que no sabe si nos estamos quedando con él.  “Café con leche” –que no es café con leche, pero bueno-, reaccionamos un par de segundos más tarde, con resignación y cierto sonrojo si quien nos acompaña no es santanderino y con orgullo contenido si es de Santander. Somos así.

Lo de la cerveza y el café está bastante estudiado. Pero hay otra incógnita que todavía no tiene respuestas convincentes: por qué la playa del Camello se llama playa del Camello cuando la figura de la roca que emerge con la marea baja se asemeja a un dromedario.

LA PLAYA DEL CAMELLO Y EL CAFÉ DROMEDARIO

La poca evidencia que tenemos es que nuestros antepasados, ya en la segunda mitad del siglo XIX, ya la llamaban así: Playa del Camello. La oficialidad de la denominación se le adjudica a Benito Pérez Galdós, en su obra Gloria, de 1877. Así que Pérez Galdós se debió hacer eco de la denominación popular.

Lo que no es tan conocido es que la marca de café Dromedario pudo haberse llamado café El Camello. Su fundador, Antonio Fernández, era uno de los residentes de esa zona privilegiada de Santander, entre la actual Avenida de la Reina Victoria y la calle, precisamente, Pérez Galdós, en la curva de la Magdalena.

Sucedió que Fernández intentó registrar la marca en 1871 con el nombre de lo que veía cada mañana desde su casa: la playa del Camello. Y quiso llamar a su empresa Café Camello pero se lo denegaron y en su lugar eligió como marca la figura que realmente da nombre al arenal santanderino. Porque la roca tiene forma de dromedario. Dromedario. Café Dromedario.

El fundador de Dromedario fue una personalidad en Santander, un adelantado a su tiempo. Fue presidente de la Cámara de Comercio en dos ocasiones, concejal de Hacienda, fundador del Ateneo y miembro de las comisiones que gestionaron la construcción del palacio de la Magdalena y el Hotel Real, entre otras muchas iniciativas.

Una decimonónica fotografía suya, con su decimonónico bigote (que algún decimonónico vecino, lo habréis visto, todavía luce en pleno siglo XXI), cuelga de la pared del nuevo museo de la casa madre, en la recta de Heras.

 “PARTE DE LO QUE RECAUDAMOS TIENE QUE VOLVER A LA SOCIEDAD”

En algún rincón de la fábrica debían tener no pocos recuerdos de la historia de la empresa, fundada hace 144 años. Y decidieron que lo podían poner en valor.

Merece la pena la visita: se muestran botes de café que nos devuelven a la infancia, cada modelo a la de cada cual; carteles publicitarios de distintas décadas, con el slogan “el buen café”; hay antigüedades de merchandising y los libros mayores de la sociedad, con una escritura a mano pulcra de cuando se aprendía a escribir con los cuadernos Rubio. O de antes.

Y un catálogo de colecciones de sobres que imprime Dromedario, dos o tres distintas cada mes, para dar visibilidad a iniciativas o instituciones, sobre todo del mundo del deporte y de la cultura, que lo merecen. Tan es así que en estos ámbitos empiezas a no ser nadie si no te dedican una edición.

De alguna manera, Dromedario mantiene la vocación de servicio público de su fundador, Antonio Fernández y el compromiso de su empresa con su tierra, con Cantabria. Cuenta José Luis Rodríguez Coca, jefe de ventas, que la actual directora, Charo Baqué, siempre dice que “parte de lo que recaudamos tiene que volver a la sociedad”.

Hoy Dromedario es una institución en Cantabria y en España. Tiene fábricas en el País Vasco, Navarra, La Rioja, Castilla y León, Madrid, Cataluña, Cádiz. Y produce para servir 750.000 tazas diarias de café. Nada más y nada menos.

Su producción va destinada sobre todo al sector de la hostelería, aunque como todo el mundo sabe también para la venta al público general. De hecho, Dromedario presume sobremanera de uno de los últimos premios que muestra en su nueva recepción-museo: el de los clientes de Carrefour, uno de los principales distribuidores de Europa.

LA APUESTA: FORMACIÓN Y CALIDAD

En Heras tienen claro que su apuesta es la formación y que la clave es la calidad. En ese departamento tienen tres campeones de España de cata de café. Son Fernando Franco, Marisa Baqué y quien nos recibe, Begoña Baqué, con una cata brasileña preparada. Es una prueba de infusiones de café a la turca. Una por cada variedad de grano.

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Cata brasileña en el departamento de calidad de Café Dromedario.

Se trata de detectar imperfecciones y también propiedades (cuerpo, sabores, aromas) de cara a elaborar la mejor mezcla para la venta. ¿Por qué 10 tazas? Porque es la medida estándar de calidad en Brasil, para saber de cada 10 tazas cuántas se devuelven por una calidad inferior a la del precio de compra – a nosotros nos pone cinco de cada para que quepan más en la mesa-.

La cata es una rutina para Begoña. Su trabajo consiste en testar la calidad de la materia prima que acaba de recibir Dromedario. Brasil es el primer exportador mundial de café, pero hay producción en todos los países tropicales. A la recta de Heras llegan sacos de 70 kilos, de Brasil, Colombia, Nicaragua, Etiopía o Vietnam.

“Si en un país como España tenemos denominaciones de origen de vino en cada comunidad autónoma y cada uno es de su padre y de su madre… extrapolad a un país del tamaño de Brasil y os podéis imaginar lo que hay”, explica Begoña.

La cata es puro espectáculo. Los decibelios de la grabadora se disparan cada vez que Begoña sorbe de la cucharilla, con un sonido más agudo al que hacen en Marruecos cuando beben el té, un ruido que allí está admitido ya que permite airear el líquido para bajar su temperatura; el aparato se relaja cuando escupe la prueba.

Repite una vez por cada taza y de inmediato sabe cuál está mejor o si alguno está defectuoso. En la muestra hay una prueba de descafeinado, cuatro de plantas arábicas, de granos lavados y no lavados (de Etiopía, Brasil, Nicaragua y Colombia) y una de planta robusta (Vietnam), que básicamente aporta cuerpo y poco más.

Begoña hace una exclamación de aceptación, al segundo de probar el de Nicaragua. Y también aprueba con nota el de Colombia, del que comenta que “últimamente llega muy bueno”. Ha tenido que volver a la senda de la calidad y “se nota”.  “De la marca no se puede vivir toda la vida”, sentencia José Luis.

Lo que busca con la cata, a 45 grados para que no queme la lengua y tampoco más frío, porque la acidez se marca más, es descubrir las cualidades de cada café. Después irá la mezcla, las proporciones: “Es nuestro secreto de la Coca-Cola y eso nunca lo voy a contar”. Claro.

La infusión de café a la turca, con matices de cuerpo, aromas o sabores, sabe amargo con respecto al café que acostumbramos a tomar. Pero no hay dogmas, Begoña lo tiene claro: “el café hay que tomarlo como a uno le guste porque es algo placentero: ¿Para qué te voy a decir que lo tomes sólo o sin azúcar si a ti no te gusta?”.

Y esto es casi una consigna en la fábrica de Dromedario: que el mejor café es el que está en la calle, en las cafeterías.

Nos queda el tema de la playa del Camello, pero lo importante es que los santanderinos estemos cómodos con cómo llamamos a las cosas. Sean cuartos o medias de cerveza, cafés medianos o la playa del Camello. Aunque la roca sea en realidad un Dromedario.

 

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