Arquitecturas invisibles

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||por JOSÉ ELIZONDO||

Es curioso como las cifras y las estadísticas mutilan la realidad de quien las englosa. Un 28,1% de los santanderinos se encuentran en peligro de exclusión social.

Como si de un puzzle inacabado se tratara, las matemáticas juntan las piezas de la miseria, del miedo, de las oportunidades negadas, de los despidos, de los desahucios, de las facturas sin pagar, de los bolsillos rotos, de las manos extendidas, de las puertas cerradas por la vergüenza, de los despachos abiertos por la injusticia.

Decido salir  en su busca. Empiezo a contar a las personas que me cruzo en la calle: Uno, dos, tres, cuatro, cinco…..así hasta llegar a cien.

Cuando acabo ya he olvidado más de la mitad de sus rostros. Pero ninguna de ellas llevaba un cartel en el pecho que ponía “En riesgo de Exclusión Social”, de eso estoy seguro. Y, sin embargo, 28  de ellos, según las estadísticas, lo están. Lo estamos.

La parte que escondemos de la ciudad

La parte que escondemos de la ciudad

Ese 0,1 restante debe referirse a alguien que los empieza a estar, sin saberlo, como una enfermedad en sus primeros estadios. Una gripe de otoño que, si no cuidas y medicas de forma adecuada, puede acabar en neumonía, en bronquitis aguda, en una cama del hospital. Un euro por receta para una fiebre que va en aumento.

Quizás yo también esté enfermo y soy incapaz de detectar los síntomas. Suelen aparecer por separado y coincidir al mismo tiempo en un momento de tu vida: Te veo mala cara, ¿duermes bien? , estás más delgada, y esas ojeras….

Cuando convierten la pobreza en una enfermedad, llega el miedo al contagio, los síntomas, el diagnóstico. La preocupación parece compartida, pero  ¿y las soluciones?

Como si estuviéramos incubando el virus de la estigmatización social, de la caridad, de los estómagos vacíos, de los nudos en la garganta, una extraña sensación de culpa y fracaso se apodera de nosotros. Estamos en riesgo…

LAS ARQUITECTURAS INVISIBLES DE LA CIUDAD

 

En este “mundo feliz”, hecho ciudad, las arquitecturas invisibles se alzan sin que podamos ser conscientes, muchas veces, de la fragilidad de sus pilares. Arquitecturas con forma de cola del paro, de comedor social, de economía sumergida, de miedo pegado a la incertidumbre de no saber cuándo ese riesgo cruzará el “umbral” para convertirse en parte de otra estadística. Entonces el 0.1 pasará a 1.0.

Porque en una misma ciudad aparecen muchas ciudades distintas convertidas en el extrarradio de  miradas opacas. Son arquitecturas invisibles con forma de Silencios. Los vendedores de gafas se empeñan en graduarnos la vista para que solo veamos lo que ellos quieren ver.

Paseando por el  puerto, mirando la Bahía, callejeando por la zona del Ayuntamiento, subiendo la Alameda,  me siento bien, no noto nada raro. Me miro en los cristales de los escaparates, me paro frente a ellos y veo los maniquíes semidesnudos. Es cambio de temporada. Bajo el cartel de “últimas oportunidades”  está Elena que casi todos los días se sienta y extiende la mano:

-Hola Elena…-Buenas tardes Jose, ¿Qué tal el peque? Ahí anda, empezando el cole, y nosotros detrás de él que cada día está más rebelde. Elena sonríe: -A los míos les pasa lo mismo. Es la edad…no hay quien pueda con ellos. Yo también sonrío: -Tienes razón Elena, cuídate, nos vemos mañana. –Hasta mañana Jose, saluda a Eva.-Lo mismo a tú familia. –Gracias; de tu parte…

Me  voy caminando sin fijar demasiado bien los pasos. Apunto de perder el equilibrio, por el vértigo,  me pregunto dónde está la línea que me separa de Elena, y de esas 28 personas con riesgo de estar como Elena. Una extraña sensación de desazón recorre mi cuerpo. ¿Es un riesgo Elena? ¿Para quién? Claro, para los vendedores de gafas.

La verdad  no entiendo demasiado de estas cosas, pero me da que Elena  es de las que están en riesgo porque han sido empujadas, precipitadas a otro lugar diferente, a vivir bajo “El umbral de la Pobreza”. Y decido quitarme las gafas y mirar a través de los ojos de Elena. Y duele…

Cada día, con su mirada, me invita a pasar ese umbral,  a que conozca un poco más de su historia, a sentir la hospitalidad de su dolor, a refugiarme en la cotidianidad de sus desvelos. Unas veces acepto esa invitación, pero otras finjo que tengo prisa y paso sin mirar, con un saludo rápido. Elena siempre sonríe y saluda con la mano extendida.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, otra vez hasta cien. Y otra vez he tropezado, he ignorado, no he reconocido a 28 personas en “riesgo de exclusión social”. Los síntomas deberían ser evidentes, pero yo no los veo.

Solo veo a Elena, cada vez más borrosa, y su mano extendida para saludarme o, ahora que lo pienso, para decirme adiós. Y el 0,1 apuntala los pies de barro de este gigante de hormigón lleno de arquitecturas invisibles que nadie ve. Solo Elena. Y ya se fue.

Decido que nunca más volveré a graduarme la vista. Los vendedores de gafas me están dejando ciego.

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