Pensar…¿Será delito?

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Pensar...¿Será delito?

Pensar…¿Será delito?

Decía José Luis San Pedro que sin libertad de pensamiento la libertad de expresión no sirve para nada. En una sociedad donde el significado de las palabras cada vez se define más por su mero enunciado,  sin entrar a averiguar qué hay detrás de la mano que las levanta como bandera, sin analizar su correspondencia con los hechos, el riesgo de olvidar su significado, su valor, es cada vez mayor.

Y Karl Jaspers que no somos simplemente espectadores del mundo que nos ha tocado vivir, sino que “existimos” a través de nuestras decisiones y acciones. Así, lo que nos rodea depende en gran medida del valor que le atribuyamos, de la postura que tomemos de acuerdo al modelo de sociedad que elijamos construir. Partiendo del tipo de persona que decidimos ser. En el caso de la democracia sucede algo parecido: Es el proyecto humano quien la dota de un sentido u otro. Quien ve en ella la oportunidad de seguir avanzando o la convierte en una nueva señal de Prohibido.

En su Teoría Democrática Sartori nos habla de “confusión democrática”. Nos advierte que hasta los años cuarenta del s.XX la palabra o idea de democracia estaba sujeta a una tensión provocada por el conflicto entre diferentes formas de entender e interpretar el mundo. Era cuestionada por quienes la veían insuficiente o defectuosa. Por quienes planteaban fórmulas diferentes de organización política y social. De ahí que los regímenes denominados comunistas y fascistas vieran en ella un obstáculo para alcanzar el modelo de sociedades al que aspiraban. Este debate generaba incluso, en quienes la defendían, una tensión por reivindicarla como la mejor de las formas posibles dentro de las propias posibilidades que parecía ofrecer. Siendo capaz de ir integrando aspectos externos que pugnaban con ella en la hegemonía de palabras como Libertad, Igualdad y Fraternidad, esta tensión hacía de ella un concepto dinámico, abierto, por decirlo de alguna manera, “en continúa construcción”.

Sin embargo, durante las décadas posteriores, esa pulsión, en muchos casos más simbólica que real, fue desapareciendo progresivamente, pues ya poco o nada quedaba sobre lo que diferenciarse. Cada vez necesitaba menos disimular, o demostrar sus ventajas, y poco a poco fue perdiendo el sentido. Nos olvidamos de seguir definiéndola, de dotarla de  contenido, de mantener viva esa tensión que hacía de ella algo dinámico, un paso más para dar el siguiente. Y la democracia zombie, empezó a caminar entre nosotros. Estaba muerta y la maquillamos, para que no se le notara demasiado,  a golpe de busque, compare, y si encuentra algo mejor CÓMPRELO, pero no había nada más. O lo que había cada vez lo compraban menos.

 

Para que el pensamiento único no sea el único pensamiento

Para que el pensamiento único no sea el único pensamiento

 

Con la libertad de expresión pase quizás algo similar. Al igual que la democracia su fuerza transformadora reside en las tensiones que sufre para reivindicarse. En las mordazas que la aprietan, en las costuras que la oprimen y luchan por liberarse. Y de la misma manera que la democracia necesita construirse de la mano de otros; de la  libertad de expresión, del respeto al diferente, de los derechos humanos, del pensamiento complejo etc…, todas ellas no se explicarían a sí mismas en su totalidad si no lo hacen midiéndose con quienes las acompañan. Cada vez que una cae las otras van perdiendo su sentido. Cada vez que una cae las otras van perdiendo su identidad hasta ser poco más que un slogan publicitario, que una etiqueta donde solo miramos el precio. De ahí el riesgo a confundir, de ahí el riesgo a manipular, de ahí el riesgo a ser instrumentalizado.

Entender la democracia como  ejercicio de libertad de expresión, como fórmula de encuentro entre diferentes, de debate abierto, de tensión y conflicto que la permita cuestionarse continuamente, se convierte en uno de los principales requisitos para evitar caer en el pensamiento único, en el sectarismo, en el dogmatismo. De la misma forma, entender la libertad de expresión como la repetición de una misma palabra, de un mismo pensamiento,  de la que solo esperas el eco para confirmar lo que ya sabías, hace de ella lo más parecido a esa Neolengua Orwelliana en la que cuantas menos palabras necesitaras para explicar el mundo y la realidad en la que vives, mucho más fácil sería entenderlo. Y así mucho más sencillo creer que era el único de los mundos posibles. Se estrecharía tanto nuestro pensamiento que ya no sería necesario pensar nada. Y ya sabemos lo que eso significa.

Un mundo en el que preguntar sea delito, una democracia incapaz de integrar, responder y reinventarse a través de las tensiones que la cuestionan, una libertad de expresión que solo permita debates en los que todos piensen lo mismo y sea el eco el único interlocutor. Una sociedad que permita eso, corre el riesgo de quedarse vacía, sin significantes. Corre el riesgo de banalizar aquellos conceptos que buscaban darle sentido.

Porque uno de los principales retos es construir una cultura cívico democrática sin renunciar jamás a esa tensión entre lo que somos y lo queremos ser. Sin renunciar jamás al pensamiento para ser Libres.

 

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