El dolor del tiempo

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Pensar que toda la historia contemporánea, las Guerras Mundiales, la Guerra de los Sueños, el hombre en la luna, la ciencia, la literatura, la búsqueda del conocimiento, no fueran más que un leve pestañeo de los ojos de la Señora Tierra.

De “El dios de las pequeñas cosas”

Arundhati Roy, autora de la cita que preside estas líneas, pone esas palabras en boca de un personaje que considera ese pensamiento como una lección de humildad, mientras que otro personaje, que escucha, considera la palabra humildad como una palabra preciosa, que impele a ir por el mundo sin ninguna preocupación.

Preciosa o no, lo cierto es que la humildad, así entendida, no pasaría de ser una virtud obligada por la fuerza de los hechos y, por tanto, devaluada como virtud. Y en cuanto a la equivalencia con el ir por el mundo sin preocupación alguna, significa en realidad un estar constantemente ocupado en el mundo, un espacio en el que la vida pone el tiempo. Pues en eso consiste vivir: en ocupar y ocuparse del tiempo que media entre el nacimiento y la muerte, los límites de la eternidad, más acá y más allá de los cuales es tan ociosa la ocupación como la preocupación.

La Historia –el tiempo histórico-, la Ciencia –el tiempo biológico, el tiempo físico, el tiempo psicológico-, la Filosofía –el tiempo pensado-, la Religión –el tiempo y la eternidad-, son otros tantos intentos, tan inevitables como inútiles, de neutralizar el dolor del tiempo. Lo que se piensa, parece que queda a merced del pensamiento. Pero es lo cierto que ocurre exactamente al revés: que son la Historia, la Ciencia, la Filosofía, la Religión las que están a merced del tiempo. Nosotros y todos nuestros afanes somos “prisioneros del tiempo”, según sentencia de El Abuelo de Galdós/Garci. El tiempo es cárcel y carcelero. Y las cárceles duelen y los carceleros dañan.

Un día lejano terminé de escribir este poema:

El dolor del tiempo es, como todos los dolores, una excrecencia de los sentidos. Porque el tiempo tiene sabor, olor, sonido, tacto, imagen.

El sabor del tiempo: ¿a qué sabe el tiempo? El sabor del tiempo es el de las almendras amargas cuando nieva sobre el almendro.

El olor del tiempo: ¿a qué huele el tiempo? El olor del tiempo es el del humo frío que exhalan los astros cuando se oye cantar a la lechuza.

El sonido del tiempo: ¿cómo suena el tiempo? El sonido del tiempo es el del eco que proviene del encuentro entre las voces del origen y las postrimerías.

La imagen del tiempo: ¿cuál es la imagen del tiempo? La imagen del tiempo es la de un dios que se aparece sin dejarse ver.

El tacto del tiempo: ¿cómo es el tacto del tiempo? El tacto del tiempo es el de la nube que se deshace tras acariciar la montaña.

El tacto, la imagen, el sonido, el olor, el sabor del tiempo producen un dolor que busca refugio en ese rincón de la conciencia que es la memoria –tiempo en carne viva.

Y es ahí donde duele. Un día, a la vuelta de una hoja del calendario, los santos del día son la nostalgia y la melancolía: nostalgia por lo perdido; melancolía por lo que nunca se tendrá. El tiempo, que duele, no se mide en horas, días, semanas, meses o años, sino en pérdidas. Los relojes, los calendarios y otros inventos para medir el tiempo, como si no doliera, no pueden evitar que “envejecer, morir/ es el único argumento de la obra/”, por decirlo con versos de Jaime Gil de Biedma, argumento que se resiste, no sólo a toda historia, sino también a toda argumentación.

El paso del tiempo

Y entre tanto, para paliar inútilmente el dolor, un inventario de artificios en el que guarecerse del “argumento”: el amor, con sexo o sin él, o el sexo, con amor o sin él, en un intento de encerrar la eternidad en un instante, por si así doliera menos. O la rebeldía, que propicia la ilusión de que es posible abrirle a la vida rutas indoloras, sin huellas. O el pensamiento, que conoce, y que paraliza todo lo que se mueve y lo desvitaliza. O la aventura y el juego, tan programados que anulan toda veleidad transgresora. O la amistad, ungüento que no llega a cicatrizar la herida, si bien la dulcifica….Recursos, en fin, con los que “poner el paso del tiempo/entre la espada y la pared/”, por decirlo ahora con mis propios versos.

Pero ningún artificio evita que vivir consista en sentir el dolor del tiempo, como el de un miembro que se va engangrenando y es continuamente amputado, y duele como dicen que siguen doliendo una pierna o un brazo tras su amputación. Es el dolor conservado en la memoria.

El tiempo es ese arquitecto que en su huida destruye sus más amadas construcciones. Una huida en una sola dirección, que a la vuelta de una esquina levanta un muro quebradizo, construido con materiales de segunda mano –los recuerdos- , desde donde el epicentro generador, hasta ese momento, de soñados tumultos y transgresiones, se desplaza hacia un campo de batalla sobre el que se libran combates en precario, entre gestos que transitan de la convulsión a la lasitud, de la provocación a la sumisión, de las buenas intenciones a la frustración, del honor al horror, de los sueños al sueño, en fin, del vivir a la nostalgia del vivir.

Porque, queda dicho, el tiempo duele a través de la memoria, esa herida que supura vida infectada de nostalgia y melancolía. Y sin ese dolor no existirían, porque no serían necesarios, la Religión, ni la Filosofía, ni la Historia, ni la Ciencia, ni el Arte, ni el Amor, ni la Poesía. Y eso le tenemos que agradecer, siempre que se comporten como bálsamos que requemen la conciencia, manteniendo viva la herida, sin echarla a perder, como actúan con frecuencia, sin aliviar por ello el dolor. Es inútil tratar de “matar el tiempo”. Dicen que las heridas del corazón las cosa las agujas del reloj. El reloj no sabe que son heridas del tiempo, ni que sus agujas simulan una cicatriz, mientras siguen hurgando en la herida. Es el tiempo vivo –vivido- el que duele y acaba matando. La memoria es el viático que, como tal, debe prevenirse de lo necesario para el sustento del que hace el viaje de la vida, del tiempo –sucesión de situaciones sin resolver- desde la soledad del nacimiento –situación radical de la existencia- hasta la soledad de la muerte –situación límite en la que se disuelve, no se resuelve, la vida-.

Mi propuesta es que la prevención de lo necesario para contemporizar con la vida –tiempo que duele- que marca la ruta de un viaje sólo de ida, no se nutra de la idea de Bien de la Religión o la Ética, ni de la de Verdad, de la Filosofía y la Ciencia, que agotan en una búsqueda infructuosa que a nada conducen, es decir al humilde reconocimiento de que no son sino “un leve pestañeo de los ojos de la Señora Tierra”.

No, que ese viaje se conduzca arropado bajo el manto de la idea de Belleza, que contiene el Bien y la Verdad; que redime en su mera contemplación, sin requerir otra cosa que el deseo, siempre insatisfecho, de ser poseído por ella. La Belleza que integra quietud y movimiento, imagen y palabra, pensamiento y emoción, gozo y sufrimiento, vida y muerte. La Belleza que no es sólo, ni en primer lugar, una forma de conocimiento, sino también y al mismo tiempo una propuesta ética. La Belleza como sentido de la existencia, que se concreta en la obra de arte, metáfora de la unidad en la pluralidad, de la permanencia en la fugacidad, del ser en el no-ser.

Pues no se trata de aliviar el dolor reduciéndolo a concepto científico o moral. Vivir es sentir el dolor del tiempo. Se trata de sublimarlo. Con toda la carga de impotencia a cuesta. Mas sin ninguna humildad.

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