Fascismo disfrazado de solidaridad

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Una caja a la entrada del  supermercado de tu barrio, con una bandera y este enunciado: “recogida de alimentos para familias españolas” podría ser, para muchas de las personas que pasan y la ven, que se detienen, que incluso se deciden a comprar unos alimentos y depositarlos de forma desinteresada, una iniciativa más de gente que  decide hacer algo por los demás. Además, si va acompañado de un panfleto informativo, adquiere cierto barniz de transparencia.

Es la xenofobia, el fascismo de rostro amable, el uso interesado de la solidaridad para hacer calar un discurso excluyente. Un discurso, en muchos casos,  vetado si se presentara sin ese disfraz que por un lado busca fidelizar a quienes más lo necesitan, aprovechando su situación de urgencia y,  por el otro, apropiarse de la solidaridad de quienes, en muchos casos, más allá de entrar a analizar el significado de fondo, responden a esa llamada a lo emocional, a echar una mano a quien lo tiene más difícil.

Sin embargo, nada de eso es solidaridad. Mensajes de esta naturaleza esconden  el más peligroso de los discursos e ideologías. Hablar de fascismo puede resultar banal en la medida que es un término que de tanto utilizarlo acaba perdiendo su verdadero sentido[1]. Pero, si lo analizamos acompañado de determinados marcadores discursivos, políticos e identitarios, envueltos en una retórica emocional que parece priorizar a unas personas sobre otras, vemos que nos vamos acercando a este neofascismo  que intenta calar, como lluvia fina. Lo hace desde la cotidianidad, recurriendo a un imaginario gregario, a la dialéctica del “nosotros primero” que traza una línea, cada vez menos imaginaria,  a la medida de nuestros miedos, de nuestra precariedad, de nuestros propios prejuicios. Todo parte de un sentimiento de pertenencia convertido en título de propiedad. Y lo hace deslizando, como lluvia fina, una lógica frentista,  deshumanizadora, donde el “otro”  viene en forma de amenaza, de inmigrante, refugiado, o cualquiera que se salga fuera de su canon nacionalista, de su circuito cerrado de comprensión de la realidad.

 

Lobos con piel de cordero

 

A primera vista, se podría decir que no hay nada malo en lo que dicen, que lo que hacen es recoger comida para ayudar a familias necesitadas. Pero si nos fijamos, un poco, vemos como esa “solidaridad” viene con denominación de origen: familias españolas. Y, al aceptarla, empezamos a transitar esa  línea roja que abre el paso, como sucede si asumimos este tipo de premisas, a afirmaciones como: “Se llevan las ayudas…”, “no cabemos todos…”, “prioridad nacional”. De esta forma, poco a poco, como lluvia fina,  palabras como democracia y derechos humanos se van borrando de nuestra lista de la compra, porque lo que estamos “comprando” es, precisamente, lo contrario. Y es que, bajo esa retórica de lo cotidiano, se va construyendo un “nosotros” excluyente en un contexto de crisis donde parece que solo queda pelearse por las migajas, donde el último es obligado a pelearse con el penúltimo.

La Historia comparada del fascismo nos muestra como “uno de los elementos que hicieron que la Gran Depresión fuera más trágica fue la inexistencia de un Estado del Bienestar que cubriese las necesidades mínimas.”[2]. Como vemos, a la vez que ese espacio queda vacío intenta ser ocupado y expropiado de sus valores democráticos. La palabra solidaridad se desdibuja en la medida que es utilizada para introducir un mensaje que nada tiene que ver con unos valores democráticos, con los derechos humanos universales que no entienden de fronteras, razas, credos o  banderas. Porque hacerlo sería negar su propia naturaleza, sería recuperar las puntadas de una estrella de David deshilachada.

En su experimento “La Tercera Ola”, el profesor de historia Ron Jones, intentaba mostrar a sus alumnos de secundaria como se construía la sociología del totalitarismo desde la cotidianidad. A través del lema: “el poder mediante la disciplina, fuerza mediante la comunidad, fuerza a través de la acción, fuerza a través del orgullo” demostró cómo, apelando a sentimientos de compromiso y solidaridad únicamente con quienes consideramos “los nuestros”,  el fascismo podía volver  a través de la letra pequeña  del prejuicio normalizado, incluso justificado.

Y así aceptaríamos como “normal”  esa xenofobia de rostro amable que decide quien merece, y quien no, ser ayudado, ser de “los nuestros”. Que se arroga la autoridad moral e ideológica de etiquetar el hambre, de envolverlo en una bandera reservándose el derecho de admisión. Como si la necesidad, quien la sufre,  entendiera de banderas. Y esa lluvia fina puede calar tanto que acabe ahogándonos.

Llevar el paraguas de los derechos humanos, de una democracia siempre “en construcción”, que se repiense continuamente para no dejar a nadie fuera, quizás sea una forma de protegernos frente a tanto goteo de mierda, frente a ese fascismo disfrazado de solidaridad. Y  así reivindicar una solidaridad sin peajes de ningún tipo.

Nota: Que nadie se apropie de tu solidaridad para legitimar una ideología excluyente. De la necesidad de la gente para socializar un discurso xenófobo. #NoEnMiNombre #NoEnMiBarrio.

[1] Para profundizar sobre el término fascismo aplicado a este artículo: Roger GRIFFIN. Modernismo y fascismo. La sensación de comienzo bajo Mussolini y Hitler. Madrid, Ediciones Akal, 2010, 576 pp. O esta reseña “El concepto de fascismo” Stanley G. Payne en Revista de Libros 25/01/2017.

[2] Anduli • Revista Andaluza de Ciencias Sociales Nº 15 – 2016 pág 96-97

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