Que viene el lobo
¡Que viene el lobo! Gritaba Pedro una y otra vez, sentado en la era, cuidando las ovejas, lejos del pueblo, Pedro se aburría, quizás porque no leía a Miguel Hernández, o porque cuando hablamos de los pueblos caemos en esa idealización costumbrista que evocaban los versos del poeta, de belleza solo al alcance del arte, en la poesía o en las pinceladas de un cuadro que como la «Casa de Campo con Río» de Cézanne mostraban una realidad en la que el campo se vestía de ciudad para venderse en las galerías de arte.
Incluso la propia ciudad se presenta atractiva cuando la miras desde fuera, cuando piensas en ella como ese lugar de oportunidades donde lograr todo lo que el pueblo no te da. Tal vez la mirada externa disfraza la realidad que no conoce y borra los matices que la dotan de verdad. Mirar el campo sin verlo crea ese velo que nos impide escuchar a Pedro cuando grita que viene el Lobo, que nos impide entenderle. Porque Pedro no odia a los lobos, pese a que desde pequeño le hayan contado historias donde el lobo es el lobo feroz de los cuentos. Algo cambió tras conocerlos a través de los ojos de Félix Rodríguez de la Fuente, pero su rastro parece haberse perdido.
Mientras aguarda la próxima tirada del pasabolo tablón, una modalidad de los bolos de esa Cantabria de la montaña que no conoce al lobo solo de oídas, sino de convivir con su aullido a veces de paso, a veces rondando, a veces en forma de dentellada, Pedro no quita ojo del monte, y sigue pensando por donde vendrá el lobo
Y otra “blanca”, que significa que la bola no ha entrado por el tablón, que ha salido por fuera y no ha dado ni a uno solo de los tres bolos que de forma consecutiva se colocan hundidos suavemente en la chapa que recubre el agujero de la tabla donde se colocan. Vicente, lo hacía como nadie, te daba una clase magistral de cómo se debían “plantar” los bolos, suavemente, sin brusquedad decía, acariciándolos. Luego los dejabas resbalar entre los dedos hasta que la propia inercia del movimiento les fijaba al tablón y levemente inclinados hacia atrás para que al salir volando girasen sobre sí mismos y al tocar la hierba siguieran corriendo para llegar lo más lejos posible, incluso hasta ese “todos” que significaba que los tres bolos habían rebasado la línea del siete. Cada línea desde la primera se suma por decena y si el bolo toca o roza la raya se cuenta como si hubiera caído en la siguiente. No siempre se está de acuerdo pero nunca ha llegado “la sangre al río”, que yo sepa…
No creo que Vicente, el hombre, a su edad, esté para plantar demasiados bolos, pero recuerdo como convertía un acto aparentemente sencillo en una especie de ritual heredado que merecía ese momento de clase magistral mezclado con el cigarro que Terio se liaba sentado en el banco, o con “Milo” pidiendo otra ronda apoyado en la barra. Y entre todas las voces, la mayoría de hombres, siempre había una callada, escuchando, mirando la bolera sin perder detalle de los bolos “pinaos”, como los plantaba Vicente. Parecía que fueran a echar raíces, no se caían con el viento a favor ni en contra, ese viento que aquí en la montaña no acaricia, sino que da “sopapos” y te deja las mejillas coloradas. Y de repente el golpeo encadenado de la bola los arrancaba del suelo como si fueran pinceles de Chagall y algo tan sólido se convirtiera en tan etéreo a la vez. No sé, quizás la vida en los pueblos, y en general, sea eso; algo que disfrutas más imaginando, porque al vivirlo solo esperas que algo pase, o te quedas esperando a que el bolo se caiga por su propio peso antes de que la bola lo golpee y todo salte por los aires.
Mientras Pedro sigue pensando que viene el lobo mira a su alrededor y cada vez hay menos gente. Los bolos están “mal pinaos” porque Vicente ya no puede y no hay nadie a quien enseñar. Terio hace tiempo que dejo de liar su cigarro y sus cenizas descansan en paz. Las rondas de Milo (Ramiro) la paga la vida con recargo a Soledad. Y ya no sabemos a quién creer, o si Pedro decía la verdad. Quizás porque nunca hemos reconocido a los lobos de cerca, ni sabemos lo que significa vivir en la montaña. Tal vez porque sea casi imposible demostrar cómo ha muerto tu ganado o, aún peor, tu modo de vida. Quizás desde la ciudad el aullido suena diferente y se pierde por el camino entre discursos, análisis, rentabilidades o cálculos electorales. Qué viene el lobo… y la única certeza sea que ya no tendrá a por quien venir, porque Pedro también se cansó de esperar y abandonó el pueblo con todo lo que eso significa. Tal vez el lobo no sea el verdadero problema sino, como Pedro, otra víctima más.
Jose Luis Quintana Mantecon
Bonito relato