Tierra quemada

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Ardía el monte, desde el patín de casa de mis abuelos podía ver  el fuego. El viento cambiaba a su aire de dirección y hacía de las llamas  bailarinas con huellas de ceniza, caminantes con los pasos quemados. No era la primera vez que veíamos fuego en el monte, muchas veces habíamos visto a nuestro padre quemar algunos rastrojos tras haber desorillado una cuneta. Pero esta vez era algo más. El abuelo explicaba que simplemente había hecho lo de siempre, que había estado segando con el dalle unos arbustos y zarzas para despejar el camino de subida a la cabaña y de de paso hacer un poco más accesible el atajo que acortaba el camino. El fuego únicamente cumplía su función en esa limpieza. Su recorrido estaba  marcado.

Era divertido coger atajos. Recuerdo cuando al volver del colegio a mi hermano y a mí el autobús nos dejaba en la parada de “el torno” y teníamos que subir andando más de 3 kms hasta llegar a casa. Con las mochilas  a la espalda a veces la desgana vencía y nos distraíamos con cualquier cosa, cualquier excusa era buena para parar un rato. Cuando el viento,  la lluvia o la nieve aparecían era otro cantar, no quedaba otra que esperar a que nos bajaran a buscar mientras apretábamos el paso,  los dientes y aguantábamos  la caladura.

Coger los atajos nos permitía llegar mucho más rápido y había veces que nos enzarzábamos en una carrera, era como una competición por ver quien llegaba antes, si el tiempo o nosotros. Siempre perdíamos, porque el tiempo siempre gana, pero era divertido. Los atajos se podían recorrer como si de un camino más se tratara, atravesábamos el bosque como si formáramos parte de él. Muchas veces el ruido de un coche nos hacía volver corriendo hacia la carretera entre saltos, gritos y trompicones. Era divertido “hacer dedo” aunque no siempre paraban o no siempre llegábamos a tiempo de que nos vieran.  Ahora vuelvo y los atajos han desaparecido, la maleza, las árgumas y las zarzas lo cubren todo.

 

Un mundo que desaparece…¿Qué haremos para evitarlo?

El monte seguía ardiendo y yo miraba a mi abuelo un poco asustado, la verdad. No entendía el porqué de su mirada tranquila. Es como si los mayores supieran algo que yo no sé me decía para mí y eso me tranquilizaba, pese a que el fuego me asustara más de lo que quería reconocer ante los ojos de un Hombre como mi abuelo. No te preocupes le recuerdo decir, parará, cuando la lumbre no tiene donde morder para. ¿Y dónde muerde la lumbre? Le preguntaba yo a mi abuelo con la curiosidad de quien quiere formar parte de un gran secreto. En la maleza, los rastrojos y  las árgumas. Sin ellos el fuego muere. Así que tranquilo hijo mío, las ovejas y las cabras ya han hecho su trabajo y no hace nada que fuimos “a caminos” los vecinos para limpiar. Nosotros luego quemamos, pero el fuego no tiene escapatoria, me decía con lo más parecido a una sonrisa de complicidad que podía ofrecerme.

Escuchar hablar a así a mi abuelo me tranquilizaba. No entendía el porqué del fuego, pero sabía que mi abuelo sí, y que la llama tenía una esperanza de vida muy limitada. Así ha sido siempre me decía, siempre ha habido fuegos y quemas. No siempre entendía a mi abuelo y, con el tiempo descubrí que no siempre tenía razón, pero si aprendí a escucharlo. Al hacerlo comprendí que nadie quema el bosque por capricho, que cuando se hace hay una razón, que también hay accidentes, pero que, en el peor de los casos, gracias a quienes allí vivimos, a una forma de vida determinada,  nos convertimos en la primera línea para cuidar y proteger los montes, simplemente porque formamos parte de ellos.

Quienes  viven en el mundo rural  hacen de él su hogar, su lugar donde vivir  y por eso consiguen de forma natural cuidar de su entorno, mantenerlo a salvo incluso de sí mismos, de sus errores. Sin embargo, ya casi nadie vive en el pueblo, ya casi nadie sube a sus cabañas, ya nadie coge atajos, ya no hay bandos de ovejas y cabras por el monte, ni quien las lleve por sus caminos de un lado a otro. Una forma de vida está desapareciendo. Los jóvenes abandonan los pueblos, la vida que vivieron sus padres y  sus abuelos no es rentable para nadie y cuando el monte arde no encuentra casi nadie a su paso.

Dice James Rebanks en su novela “La vida del pastor”;  esta es mi vida no quiero ninguna otra, esa libertad que reivindica para un modo de vida en peligro de extinción no es solo una declaración de intenciones. Se convierte en la radiografía y el alegato de una realidad que arde con las llamas, de una modernidad de urbe y cemento que arrasa con todo. Que juzga sin saber. Que ofrece soluciones sin conocer, que no entiende nada. Ahora veo como arde mi pueblo y me pregunto por qué no vimos que el incendio empezó mucho antes. ¿Qué haremos para apagarlo?

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