Estarse quietos

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Tal se diría que no sabemos qué hacer en casa, que es tanto como decir que no sabemos estar en casa. Todos tenemos dos vidas, por lo menos -algunos más-, dicho sea sin connotaciones inconfesables: la que vivimos en casa y la que vivimos fuera de casa. Cuando esta última tiene como objeto principal el trabajo y, como ocupación subsidiaria, el esparcimiento “por ahí”, no suele quedar espacio existencial, ni tiempo, para vivirlo en casa, más allá de los dedicados a satisfacer las necesidades vitales, para la supervivencia: comer, dormir, y alguna distracción prestada.

Ese vacío existencial doméstico es el que viene a llenar la variada oferta de entretenimiento para ocupar este tiempo de confinamiento de quienes no tienen recursos propios para ocuparlo, y que otros aprovechan para su promoción y lucimiento solidarios, o para su solidaridad promocional.

Blaise Pascal expresa así uno de sus pensamientos: “La infelicidad del hombre se basa sólo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación”. Es decir, espiritualmente inquieto.

Para ello, es preciso tener dos vidas, sí, la de vistas desde el exterior, la que todos ven, dentro y fuera de casa, la de la palabra ruidosa de los negocios y el vértigo de la rapidez, y una vida interior, a veces en paz y, a veces, en guerra consigo misma, que requiere de quietud en una habitación de la casa para vivirla, o en esa estancia que es de todos, la naturaleza, que ahora tiene prohibido recibirnos.

No es incompatible con ninguna otra forma de vida, pero ninguna otra forma de vida debe alterarla, tampoco las de quienes entran en nuestras casas, porque les abrimos las puertas, para entretenernos, desde la distancia, el tiempo de reclusión involuntaria.

El saber estar quieto en la habitación, supone una apertura hacia dentro, esa condición que es propia de la poesía, por ejemplo, que es cosa de dos, pero que los dos son el mismo, y del amor, que sintiéndolo cada uno, también es cosa de dos. Como quienes nos cantan para sacudirnos el muermo o nos enseñan ejercicios físicos para desentumecer nuestras articulaciones sin salir de casa, la musicalidad de unos versos, que atemperen el espíritu, y la contundente delicadeza de unas palabras, que vigoricen el sentido y la sensibilidad pueden ser buenas compañías en la quietud. Musicalidad meditada; palabra callada. El televisor apagado. Por unos momentos. Los de estar quietos en la habitación.

No es seguro, pero es probable que, en cada salida de nosotros mismos, lo hagamos fortalecidos con nuestras propias fuerzas. Y compadecidos con los que, desde afuera, quieren animarnos.

¿Estarse quieto es hacer un quiebro a la infelicidad, como quiere Pascal?, no sé. Si por felicidad se entiende “sentirse” bien con uno mismo, como mejor forma de que los demás se sientan bien con uno, entonces, sí. Para ello, es preciso estarse quieto algún rato de los muchos que nos brinda el confinamiento.

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