La madriguera XXXV: «La gran lección»

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LA GRAN LECCIÓN.

Paco Barrera

 

Como maestro, veo experiencias pedagógicas por doquier. En la cola del supermercado, en el autobús, en la barra de un bar o en la butaca de un cine. Debe ser deformación profesional. Y estas semana de confinamiento y cuarentena han sido, sin duda, la mayor lección a la que la humanidad se enfrenta en los últimos 50 años, por lo menos los países del norte.

Estos días de retiro forzado, en medio de infinidad de decisiones económicas, políticas, sociales y laborales, se han convertido en un espejo para nuestra sociedad. Un espejo que nos desnuda milimétricamente.

Hace unas semanas  tuve la suerte de ver la conferencia de Matthieu Richard para la plataforma virtual “Aprendemos Juntos”. En su charla insistía en el valor de la bondad a corto, medio y largo plazo, y en su impacto en la vida de las personas y la sociedad. Recomendable sin duda. Pero sustrayendo de sus palabras este mensaje tan necesario, creo que también la cuarentena nos tiene que enseñar lecciones sobre la distancia. La distancia con nosotros mismos y con los demás.

En el kilómetro cero nos encontramos con nosotros mismos, con nuestro yo interior. Horas para reflexionar sobre quiénes somos, qué queremos hacer con los días de nuestra existencia. Cada día se nos llena de oportunidades infinitas de explorar nuestros gustos, deseos, inquietudes y miedos. Y para ello tenemos el arte al alcance de la mano, como entretenimiento y como vehículo de introspección. La red rebosa de ejemplos. Son horas para aprender a cuidarnos, a mimarnos, a corregirnos y a crecer como personas. Y por supuesto para entrenar la resilencia, la fortaleza mental y la madre de todas las ciencias: la paciencia.

En la distancia corta están las personas que a diario han compartido con nosotros sofá o video-conferencia. Nuestra familia, nuestra pareja, nuestro entorno más íntimo. Quizás no hemos valorado su presencia tanto en tan poco tiempo. Nuestro yo social más íntimo explora sus necesidades y trabaja en cuidar esos lazos.

En la media distancia está el barrio y la comunidad. Nuestro yo solidario ha salido dando gritos y aplausos en las ventanas y balcones, demostrando que somos capaces de éxitos increíbles a través de la empatía y el esfuerzo común. Ahora la comunidad de vecinos tiene otro sentido, no son anónimos pululantes a los que poco o ningún caso hacemos habitualmente. Pero ahí están, con sus inquietudes, nervios y miedos. Y sacando lo mejor de cada cual, gracias a todas esas redes de solidaridad que están vigilando por los más necesitados y desamparados.  Porque hemos descubierto que no todos tienen las mismas oportunidades de sobrellevar esta cuarentena. Por no hablar de aquellos colectivos que se han organizado para hacer material médico o buscar soluciones ingeniosas a problemas acuciantes.

Aquí valoramos el comercio de barrio, los trabajadores locales y las tiendas de toda la vida. Con el valor que tiene su trabajo invisible para llenar nuestras neveras y estanterías. Si hace unas semanas el campo exigía mejoras en sus condiciones laborales, creo que se han ganado con creces cualquier mejora en su sector. Nos están dando de comer, así de simple.

Y a larga distancia está el país y la comunidad internacional. Ahora valoramos la importancia de lo público al servicio de las personas y no de los beneficios. Ahora vemos con claridad hacía dónde deben dirigirse las políticas de los próximos años y décadas. Está claro que la política no es sólo cosa de los políticos. Defender el barrio es política, defender lo nuestro es política. La política es de todos y para todos, aunque seguro que sobre esto van a escribirse ríos de tinta.

Nuestra dependencia nacional es total para ciertos sectores económicos, con fábricas y servicios deslocalizados en otros países y con la producción masiva de materias primas en ciertos países del tercer mundo. Dependemos de la empatía transoceánica para sobrevivir. Creo que eso nos ayudará a ponernos en la piel de aquellos que huyen del hambre, la guerra, la esclavitud o la explotación. Estoy seguro de que el significado de la palabra “frontera” cambiará tras el coronavirus.

Vemos que nuestro modelo de vida y distribución de bienes y servicios globalizado y mercantilizado al servicio de las grandes empresas no funciona. Pero ahora nos devuelve el golpe en forma de una realidad que parecía imposible, fruto delirante de una novela distópica. Dependemos totalmente a medio plazo de los países más pobres para abastecer tiendas, para dotar de medios a la sanidad o atender a los más desfavorecidos. ¿Y qué les hemos dado a cambio en estas últimas décadas?

Nada volverá a ser normal porque la normalidad era el problema, he leído por las redes en una vídeo-instalación. Esa es la gran lección. Nuestro modelo de vida, en todas las distancias, era egocéntrico, egoísta y perverso con los demás, con el medio ambiente e incluso contra nosotros mismos. Y sí, ante todo, dependiente. Dependiente de otros países y agentes privados.

Así que debemos reflexionar sobre esta gran lección y empezar a tomar decisiones que, a corto, medio y largo plazo, transformen nuestras rutinas, nuestros barrios y la sociedad global. El futuro de la humanidad pasa por aceptar nuestra condición de ciudadanos universales y aceptar que la dignidad, la tranquilidad y la justicia no son algo exclusivo de unos pocos privilegiados. Nunca lo fueron pero ahora es más evidente que nunca.

Si no nos tomamos esto en serio, corremos serio peligro de repetir en septiembre. Seguro que me entendéis.

 

Imagen cedida para «La madriguera» por su autor Néstor Revuelta Zarzosa

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