CRÓNICA

(Des)escalando el Fuente Dé

La ciudad recupera el pulso tras el confinamiento, con la apertura de establecimientos emblemáticos como la Bodega Fuente Dé, en Peña Herbosa
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Sucedió una noche. O una mañana. A veces es lo mismo, porque esto va de que se nos cruzan los límites de los tiempos y no sabemos distinguir la madrugada de la hora de los barrenderos, los años 60 de 2020.

No creo que contara como entrevista. Entre otras cosas, porque hablamos más nosotros. Pero no tanto como para no escuchar de su fundador cómo empezó todo, fue en otra vida, en una ciudad más difícil, en torno a 1960 cuando abrió la Bodega Fuente Dé. Porque no todo lo que tenemos está ahí desde siempre.

Debió costarle lo suyo: desde el pueblo que le da nombre a la capital, a un negocio que ya estaba asentado y al que quiso darle su toque. Nada que no pudiera levantar un té del puerto.

Blanco a blanco, cocido a cocido, queso a queso, con lomo y patatas, fuera todo iba cambiando mientras dentro el Fuente Dé construía su propia comunidad.

Hoy he visto sus puertas abiertas, dos meses después de otro parón, a las puertas de otra reconstrucción. Porque si esto es Santander, si esto es Peña Herbosa, tiene que haber Fuente Dé. Está tan ahí siempre que a veces se te olvida, que no vas porque sabes que ya irás, incluso que surgirá de improviso, o que acabes cenando allí con quien no tenías previsto porque hay calles en las que recuerdas que tu ciudad es un pueblo. Y gusta.

Será diferente, aunque no tanto: con distancia física, entra menos gente. Pero, seamos claros: siempre costó pillar sitio en el Fuente Dé. Hacer cola por patatas, huevos y jamón, por supuesto.

Fue allí donde comimos en la despedida de George, es el lugar donde Íñigo se pidió algo ligero como alternativo al cocido –es decir, unos callos–, y sucedió la noche en la que Gema delegó en uno de los camareros la responsabilidad sobre su futura borrachera (“después me voy a poner muy pesada, no me hagas caso, no me des té del puerto”); mira, si está Chusmanu; allí fuimos a tomar queso el segundo primer día y allí celebramos el cumpleaños que empezó como el más triste.

Tenía que ser allí, evidentemente, donde celebramos la publicación de nuestro ‘Expulsados’, el libro en el que documentamos cómo –y a favor de quién—se reconstruyó el Santander del 41. Una guerra, un incendio, una dictadura y una crisis, otra. Unos pusieron el sudor, y otros, caídas las murallas, levantaron sus almenas a base de ladrillos.

Mientras fuera el ruido corre el riesgo de ser ensordecedor, dentro recordamos a Juli, que “es de casa” y hace hueco cuando hay que liberar una mesa. Juli, que los días de sur se arregla para bajar al Fuente Dé; Juli –la hicimos un grupo en Facebook–, cuyo marido trabajó en la Nivea en (mi) Hamburgo; Juli, que discute de política con sus amigas y ni se dan unfollow ni nada.

Por eso iremos allí a coger fuerzas para aprender a levantar la ciudad directamente de la saga que ya la levantó una vez.

En medio de la incertidumbre, tranquiliza saber que ahí seguirá ese jamón negro para el que una noche me inventé  toda una historia.

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