El arte de la docencia en tiempos de “teleenseñanza”

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Hace unos días vi un documental que me conmovió. Es posible que muchos maestros lo conozcan, o eso deseo. Hablo de la realidad que nos ofrece ‘Étre et avoir’ (2002, Ser y tener) de Nicolás Filibert, donde narra, cámara en mano y con una fina sensibilidad, la cotidianidad que vive una escuela rural de la zona de Auvergne (centro de Francia), en la que podemos encontrar en una misma aula niños y niñas de diferentes edades.

El profesor Georges López logra encauzar distintos ritmos de aprendizaje, cohesionar la responsabilidad de los mayores con la de los pequeños y por encima de todo, generar y mantener con su tono de voz firme y pacífico, una confianza que deja espacio a que surjan las pequeñas grandes verdades de los protagonistas.

Lejos de pretensiones idealizadas, el documental es de una naturalidad y sencillez que nos interpela constantemente acerca de una nuestra labor como docentes. Este es el motivo por el que escribo estas líneas y aunque mi alumnado está justo en la antesala de la universidad, el documental deja claro cuán importante es esa primera toma de contacto con el aprendizaje reglamentado y hasta qué punto un maestro de la docencia solo puede enseñar aquello que sabe de forma experiencial; conocimiento, este último, que no figura en ningún título colgado en la pared, sino hecho en su fuero interno.

El reto del docente estriba en hacer de su saber un arte, más el arte solo es capaz de prosperar cuando el contexto es extremadamente complejo para su expresión. En estos últimos meses hemos habitado uno de esos arduos escenarios para la enseñanza y quizás por eso el más adecuado para indagar sobre qué docencia queremos. Como docente y como humanista quizás el sesgo más complejo que desde hace tiempo se nos presenta en este arte de la enseñanza es la obsesión por su especialización y su profesionalización.

Hace ya semanas que la ministra de educación compareció en público para poner luz en las aulas que a tientas buscaban una razón de ser. Bajo todo pronóstico, en ese discurso ministerial explotó una bomba de relojería concediendo una suerte de aprobado general (a pesar de los subterfugios con los que quiso suavizar su oratoria).

En ese mismo discurso que seguí hasta el final, observando los gestos de firmeza con los que atajaba cada frase, hubo espacio para una confesión magnífica: la enseñanza española resultaba ser excesivamente enciclopédica.

Pero esta verdad es tan solo una verdad a medias, porque encierra en si misma otra y, como las matriochkas, empezaron a surgir otras verdades de la enseñanza española.

Dentro de esa apabullante verdad acerca de la importancia que adquieren los contenidos en el proceso de aprendizaje, se escondía la verdad de la enorme brecha digital, tangible bajo el estado de alarma y que, a su vez albergaba otra distancia brutal entre enseñanza pública y enseñanza privada en la que hallábamos por sorpresa otra pequeña verdad, que nos llevaba a hablar de ricos y pobres y de porque los pobres no dejan de serlo y los ricos tampoco.

Las palabras encierran palabras. Y siguiendo con el juego, la ministra propuso otra gran verdad: enfocar la enseñanza hacia la asunción de capacidades y aptitudes. A partir de entonces, los docentes debíamos dejar de lado la evaluación de contenidos (saber que el alumno sabe que París es la capital de Francia) y debíamos pasar a evaluar otros aspectos que, si bien en las aulas parecían poco importantes, ahora de repente tenían un valor especial. Hablo de todos esos aspectos que en las aulas suelen configurar un ínfimo porcentaje en la escala de valoraciones de las asignaturas: saber comunicar, expresar una opinión, escuchar, usar la experiencia personal como punto de partida del conocimiento, adquirir responsabilidades, crear un aprendizaje por sí mismos… Y un largo etcétera para una dimensión que en términos numéricos queda ensombrecido por el todopoderoso examen final.

¿Acaso esto solo debemos llevarlo a cabo en una situación de excepción como la que vivimos actualmente en los colegios e institutos? Y si esta propuesta sigue en pie ¿cómo fomentar estas capacidades y aptitudes en un sistema de enseñanza que obliga al alumnado a repetir una rutina de unas cinco horas diarias, cinco veces a la semana, sentados y a ritmo de timbre? Y, sobre todo, ¿qué capacidades y qué aptitudes con las adecuadas? Inevitable cuestionarse todo esto cuando se está planteando en un momento en el que el contacto es nulo.

Y es aquí donde quisiera hacer hincapié, como la gran madre matriochka: sin piel no hay aprendizaje. En otras palabras, a través de una pantalla (ya no sé si afortunados o no, quiénes hayan tenido esta oportunidad) la tarea de la docencia se vuelve fantasmagórica y la tarea del pupilo se convierte en un intento de cazar algo intangible. Agotador por ambas partes.

Es urgente pensar que quizás nosotros, adultos y docentes, nos presentamos ante el mundo como aquellos que conocen mejor que nadie lo que deben aprender los jóvenes. El poder de aprender, sin embargo, está en ellos, nosotros lo hemos usurpado, subestimando sus capacidades y aptitudes; ésas que la ministra pretende que les enseñemos a través de una pantalla. Me atrevería a decir que un profesor es la figura que da el espacio para que ellos y ellas, futuros adultos, puedan poner en valor lo conocido y por supuesto, lo desconocido.

Lejos de ser una utopía, pues siempre habrá alguien que achaque al sistema de enseñanza las debilidades de uno mismo como docente, esta es una oportunidad para hacer real lo que yo ya he experimentado con mi alumnado.

Desde que empezó el estado de alarma, nuestras clases se han escrito en plural, ellos han hecho el aula desde sus hogares, aparcando desde el minuto cero el principio de que la pantalla es una puerta abierta al aula: ha habido margen para que hablen desde sus contradicciones ante una situación que rompe su mundo, que indaguen desde sus experiencias qué es la heroicidad en un tiempo griego y en el tiempo que les ha tocado vivir, espacio para tocar cuestiones tabúes como la muerte y el suicidio a raíz de la vivencia de una alumna con este hecho. Que sea su lenguaje visual el que hable de cuál es su función social y que la escritura no sea su enemiga, sino un juego de palabras que permita recrear una conversación de cafetería entre Platón y Freud.

Un docente es un artista y un artista es el que arriesga. Pienso que esto es lo único que les puedo enseñar sea desde la vieja normalidad o la nueva normalidad, a sabiendas de que el exceso de sistema enciclopédico pone a prueba constantemente el arte de la docencia.

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