Sálvese quien pueda

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¡Estoy más que harto! Me asomo al balcón y lo grito, como ocurría en ‘Network’, aquella profética película de Sidney Lumet. Pronto escucho una persiana levantándose y la vecina de arriba, sacando medio cuerpo por la ventana, repite el mismo grito, que es seguido por el eco de una docena de voces inundando la calma impuesta de la avenida. Jaleo al resto de mis vecinos. Las ventanas siguen abriéndose, descorriéndose las cortinas y las voces se convierten en un rugido que se extiende como un tsunami por todas las arterias de la ciudad.

Es lo que imagino, mientras estoy repanchingado en el sofá. Me aburro, así que desbloqueo el teléfono móvil. Entro en Facebook. Un conocido, al que tenía por un tipo cabal y hasta medianamente inteligente, se acaba de enrolar a las filas de la (IN) Internacional Negacionista. Graba un vídeo en directo desde debajo del escritorio, lleva un cucurucho de papel de aluminio sobre la cabeza y asegura que el resto de los mortales nos hemos convertido en un rebaño ciego y estúpido ¿Acaso no lo eramos ya? Bien, otorguémosle el beneficio de la duda. Podría ser, aunque lo cierto es que ahí agazapado, mientras enfoca su rostro desquiciado con una pequeña linterna, tampoco es que tenga mucha pinta de pastor, menos de lobo. Defiende su derecho a la privacidad desde una red social en la que días antes había compartido los resultados de su última colonoscopia. Mientras farfulla algo sobre las vacunas cierro la pestaña. En ambos sentidos.

Abro entonces Twitter: #quedateotravezencasa #toquedequeda #toquedequedada #abascalycierraespaña #vivacristorey #coletahambreypiojos #laisladelastentaciones #vayamierdadeclasico #cervezacaseraconarroz. Nunca fui muy de twitter, así que lo chapo y entro en Instagram. Fotos de almuerzos coloridos, sospechosamente saludables y eco-friendlys, conciertos de rock sin público ni roll, selfis con mascarilla en la cola de algún lado, gatitos en posturas ridículamente humanas, un bodegón de lecturas de autoayuda para un nuevo confinamiento. Todas con filtro GoPro, 30% de saturación y 70% de falacia. Yo, por si acaso, subo una foto de un payaso triste y la titulo autorretrete.

Es suficiente por hoy. Lanzo el teléfono sobre el sofá, rescato el mando de debajo de un cojín y enciendo la tele. Hago zapping, evitando noticiarios y magazines monotemáticos. Bien, veamos, busco algo que me pueda evadir del asunto durante al menos un rato, un reportaje sobre una actriz del Hollywood dorado; una belleza de pelo cobrizo y ojos felinos de nombre Gene Tierney. Perfecto. Trabajó con los mejores directores: Lubistch, Lang, Preminger, Ford, etc. Compartió planos con Bogart, Fonda, Spencer Tracy o Vincent Price. Suena música de piano bar mientras Gene Tierney sonríe a cámara. Incluso fue candidata al Oscar como mejor interprete femenina en ‘’Que el cielo la juzgue’’, dice una voz en off.

Pero de repente todo se tuerce. Nuestra desdichada heroína, en la cúspide de su fama, durante una cuarentena por la rubeola (ya empiezo a sospechar por donde van a ir los tiros), recibe un cálido apretón de manos de una de sus fans que, cegada por la luz de la irresponsabilidad, se ha saltado las restricciones para ofrecer sus respetos a la idolatrada actriz. Pocos días después, aparece un pequeño sarpullido sobre una de sus blanquecinas manos. La Tierney, en principio, no le da importancia al asunto, pero ha sido contagiada, y no solo eso, en ese momento la actriz está embarazada. Redoble de tambor. A los pocos meses da a luz a una niña, que debido a aquel insensato saludo nace sorda, parcialmente ciega y con una discapacidad intelectual. Entonces la diva, culpabilizándose, entra en una depresión de la que jamás levantará cabeza, intentará suicidarse, será ingresada en un hospital psiquiátrico y su carrera jamás remontará el vuelo. Metáfora de preescolar, rasgueo triste de violonchelo y fin del reportaje.

Todavía mando en ristre, no me he repuesto de la tragedia hollywoodiense cuando anuncian la inminente emisión de la serie de La Veneno, suena una especie de música pachanguera. Comienzan los créditos iniciales y antes de que sea demasiado tarde apago la tele. Me niego, ya estoy imaginando la analogía con el monotema. Así que ahora sí, tomo las riendas. Me levanto del sofá, abro la ventana y, al descuido, de un ágil salto, se me escapa el leopardo a través de ella. Le grito que vuelva, pero no me hace ningún caso. Desciende como una exhalación por mitad de la calzada. Está hambriento y sin vacunar. Sálvese quien pueda.

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