Descansando la vista

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Iluminada solo por unas velas la estancia podría resultar un tanto sombría.  Incluso tenebrosa si aportamos a la estampa el ataúd con el cuerpo de mi tío Herminio presidiendo la sala por donde vecinos y familiares iban pasando para presentar sus respetos. Era la tradición. Siempre será opinable si es oportuno o no hacer algo así en momentos de tanto dolor. Difícil cogerle la medida.

El origen de una tradición así está, entre otras cosas, en que quien sufre una pérdida de este tipo se sienta acompañado en unos momentos tan duros. Es opinable, como todo, pues a fuerza de no pensarla, de hacerlo porque es lo que hay que hacer para quedar bien , para no quedar mal, por ese que dirán que teje el hilo negro de las relaciones,  por la inercia de la costumbre heredada… En fin, por tantas cosas  que nos llevan a quedarnos solo con las formas y olvidarnos de ese fondo en el que poder entender el porqué de este tipo de reuniones que muchas veces ni nos paramos a pensar y quizás por eso vamos olvidando.

El ataúd estaba abierto y recuerdo ver el semblante serio de mi tioabuelo.  La verdad es que lo que más me sorprendía de esa imagen era su pose seria y esa sobriedad vestida de traje negro y camisa blanca,  si la memoria no me falla.  O quizás era la oscuridad de la noche que le había arropado un poco mientras tanteaba el frio. La casa era tan grande que el fuego de la chapa no llegaba a calentar más allá de la cocina. Tal vez,  por eso la mayoría de los vecinos del pueblo estaban allí, unos charlando, otros en silencio fumando o bebiendo el café y algo para acompañar que mis tías y abuela habían preparado y servían a unos y otros, para que a nadie le faltara de nada. (El papel de la mujer en estas y tantas tradiciones daría para mucho más que un artículo y es la deuda pendiente de cada palabra escrita).

Pese al luto que nos acompañaba a todos, lo cotidiano era ese invitado que siempre está y que de forma inconsciente, sobre todo a quienes que se quedaban más tiempo, les hacía perder poco  a poco esa contención que se espera de un velatorio. ¿De qué hablaránlos mayores”? pensaba yo mientras dudaba en acercarme o no a verlo más de cerca. No era por miedo, era más ese respeto interiorizado de quien siente que está en un momento solemne por alguien  a quien quiere tanto. Es verdad que el recuerdo es un fotografía cambiante a la que con el paso del tiempo  va incorporando matices y miradas del después. Sin embargo, también existe ese momento que se mantiene intacto al paso del tiempo y que te transporta a ese lugar,  a ese momento. Y aunque el tiempo transcurrido le ponga sus capas, te sientes desnudo en ese sentimiento que permanece ahí, estoico, imperecedero. Quizás este tipo de tradiciones se nutran un poco de esa sensación. Y quizás cuando las perdemos, perdemos también lo que de nosotros vive en el pasado. Lo que de nosotros perdura en él. Perdemos también ese lugar desde el que (re) mirarnos.

Al acercarme al ataúd me recuerdo tranquilo.  Mi mirada  buscaba por encima de la barbilla poder alcanzar a ver su rostro, pues nunca le había visto así, quiero decir que él siempre estaba picando leña o sentado al otro lado de la mesa donde mi abuela Blanca  pasaba muchas de sus horas interrumpiendo el silencio que ambos compartían con un “¿ya te has dormido Herminio?” a lo que contestaba medio sobresaltado que no, que solo estaba descansando la vista.  Y aunque pudiera ser una excusa, de la que nace un sonrisa, quizás pudiera ser cierto y necesitaba descansar la vista de tantas cosas vividas. Mis abuelos decían que nunca volvió a ser el mismo desde que volvió de la Guerra, del norte de África; de lo que vió, de lo que vivió, de lo que sintió. Tanto que muchos años después se despertaba  de madrugada reviviéndolo todo como si se le hubiera quedado una bala alojada a 1 mms del alma. Esa bondad no estaba hecha para la guerra.

Quizás este tipo de tradiciones, con todas sus contradicciones, nos ayudan a entender desde un sitio diferente  al de la razón, que la muerte forma parte de nuestras vidas, y así hacemos que forme parte de nosotros, formando parte de ella en momentos así, de duelo, de despedida, o de hasta luego. Y al hacerlo borramos esas fronteras que el miedo construye con sus mil maneras de mirar para otro lado haciéndonos creer que no moriremos jamás. Y quizás por eso cuando llega el momento cuesta tanto entenderlo y vivirlo, se rompen unos puentes que aún se estaban construyendo. Y quizás por eso es tan importante vivir la vida sin cerrar los ojos a la muerte. Y quizás por eso mi tío Herminio solo estaba descansando la vista otra vez más. Quien sabe…

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