No es la misma nieve…

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Cae y cae la nieve. No parecen

copos, sino que sobre los remiendos

de una capa a la tierra descendiese

lentamente la cúpula del cielo.

(Boris Pasternak)

 

Cae la nieve, se anticipa en motas blancas que apenas mojan y cubren a quien se topa con ellas, con sus destellos canosos. No es la vejez tan solo otro invierno. La piel de la tierra se cubre de blanco, parece evocar bucólicos momentos de tirarte en saco, de lanzarte en trineo, de dejar tu huella como si de un paisaje lunar se tratara y fueras tú el prime ser humano en pisarla.

El primer explorador de lugares por los que muchos ya han pasado, pero para ti aparecen envueltos en ese sudario inmaculado que se mancha y se limpia de nuevo a cada plegaria en forma de “trapo”. Algo así como la confesión para los cristianos; la nieve borra la culpa de tus pecados.

La nieve parece la misma, pero va cambiando a medida que cuaja, haciéndose un hueco con raíces de frío y hielo. La nieve es diferente si estás en la cocina de tu casa, junto a la chapa caliente, viéndola caer tras la ventana. La nieve es cruel y despiadada si te toca recibirla a la intemperie, envuelto solo en poco más que tu piel, sin ese lugar caliente al que volver.

En la obra “Paisaje nevado con patinadores y trampa para pájaros” que Brueguel el Viejo pinta en 1565, y que se conserva en los Reales Museos de Bellas Artes de Bruselas, y de la que haría más tarde dos copias su hijo Pieter Brueghel el Joven, una de las cuales se puede ver en el Museo del Prado, aparece una aldea recorrida por un rio helado por el que sus personajes  patinan. Una estampa  que dibuja la nieve como una alfombra blanca sobre la que deslizarse y jugar. No se siente el frío, ni se ve el morado de la congelación en los dedos desnudos de nadie. La nieve es la aliada de quienes ven en ella la oportunidad de volver a empezar.

En el cuadro, el papel protagonista de la trampa para pájaros a los pies del árbol,  que aparece en un primer plano y la presencia de los patinadores, han llevado a algunos autores a ver en esta escena  una alegoría moralizante sobre la fragilidad de la existencia humana, que está expuesta a peligrosas trampas. Si no ves la trampa para pájaros el cuadro parece un refugio en el que protegernos del mundo hostil que demasiadas veces nos interpela. Vemos ese paréntesis de infancia a tanto miedo que cada época nos trae. Pero, al ver la trampa, sus pinceladas nos muestran esa fragilidad de nuestra existencia en forma de trampas cotidianas que cimientan el sistema, de desigualdad, de injusticia, de miedo. Nos dejamos seducir solo por su belleza, por esa aparente pureza, y creemos que de su mano está la bondad como si nada malo nos fuera a pasar al sumergirnos en ella.

Pero la nieve, que parecía la misma para todos, precipitación de pequeños cristales de hielo agrupados en copos, deja de serlo  cuando caemos en la trampa de la que nos habla el cuadro de Brueguel. Deja de ser ese lugar seguro, ese colchón de nubes con forma de algodón y tacto frío que protegemos con guantes, compensamos con la calefacción y colgamos como “selfie” en Instagram.

Quizás también porque asistimos como espectadores desde el otro lado de la ventana, del anorak, de la ropa de abrigo y podemos decidir hasta cuando, podemos acotarla desde la poesía, desde el esa idealización cuasi religiosa que su implacable belleza nos ofrece.  Tal vez porque la nieve cae sobre la estampa de lo conocido y, cansados de ello,  nos creemos lo que su color disfraza. Nos ofrece esa hoja en blanco donde volver a empezar, donde volver a escribir nuestra historia.

O quizás la nieve sea los gramos de coca que estornuda un dios con sobredosis de realidad. Y, cuando se nos pasa el chute, empezamos a verla desde la piel de quien cada noche duerme a la intemperie, o no llega a pagar la factura de la luz  y la nieve se convierte entonces en una manta con forma de mortaja que les envuelve en un frío asesino. Que mata a cuchillo.

Cuando levantamos la alfombra, y encontramos los cadáveres de quienes están muriendo de frío, ya no importa si la nieve es hermosa o no. Más allá de su belleza, la nieve nos muestra la trampa que atrapa a los pájaros de invierno que no pueden migrar en busca del buen tiempo. Y al hacerlo caemos de nuevo en la cuenta de esa fragilidad en la que vivimos y de que la nieve no cae para todos igual.

«Quizás la nieve sea el estornudo de un dios cocainómano que nos regala unos momentos de cielo en la tierra “todo va bien”, de “todo es perfecto”. Y nos pone unas rayas con formas de copos para evadirnos…de lo que diablos sea todo esto.

 Y por eso tenemos tanto mono de que nieve de nuevo. Porque la realidad es un maldito síndrome de abstinencia.

P.d.: Malditas drogas…»

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