En la cuerda floja

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Varias veces estuvo a punto de perder el equilibrio. Aunque había ensayado mil veces por la línea blanca del arcén a 50 metros sobre el suelo todo era diferente. El cable estaba tan fijo como podía estarlo el pavimento sobre el que posaba sus pies cada día, pero la sensación era muy diferente; no hacía viento y nada tenía porqué romper el equilibrio, sin embargo no podía dejar de tambalearse, sentía que su vida estaba en juego que, literalmente, pendía de un hilo y algo así no se puede ensayar por más que hayas practicado cientos de veces sobre el hilo más fino de una madeja imaginaria. Quizás eso tuviera que ver también. Eras capaz de hacer el recorrido con los ojos cerrados, mirando al frente, de costado, incluso de espaldas y dándote la vuelta hacia delante y hacía atrás. Recitando a Rilke si te apetecía ser un poco pedante o dándole pinceladas al vacío como si Pollock se desangrara en uno de sus cuadros. Existencialismo de pueblo lo llamabas, o, joder, lo que hace el aburrimiento y la tontería, tal vez ambas cosas.

De tantas veces que lo habías hecho te habías convertido en un experimentado equilibrista. Te imaginabas rodeado de gente expectante ante tu hazaña, con el corazón en un puño y los ojos ojipláticos, incapaz de pestañear para no perderse tu próximo paso. Y al final un inmenso Ohhhhhhhh como si de una misma voz se tratara que se rompía con un apoteósico aplauso. Mientras, tú desde lo alto, los mirabas satisfecho y correspondías con un elegante ademán de esos tan victoriano y petulante que tanto te gustaban y que escondían la felicidad de haberlo conseguido, y de haber podido compartir tu hazaña con todas esas personas. Te negabas a reconocer que tenías un punto de postureo con el que disfrutabas, que se la va  a hacer, un poco de ego no hace daño a nadie. Además que culpa tenías tú de que te gustaran Rilke o Pollock.

En tu fuero interno lo que realmente sentías era la fuerza de haber sido capaz de no caer. Eso te daba fuerzas para seguir. La idea de la cuerda floja te asaltaba cada día en diferentes tramos del camino. No siempre de la misma manera, podía cambiar el decorado y las personas, incorporabas al paisaje a quienes conocías o sentías que tenías algo que demostrar, aunque luego borrabas esa imagen porque no querías sentir que tenias que demostrarle nada a nadie, únicamente a ti mismo. Qué fácil es decirlo y qué difícil ser fiel a esas palabras pensabas.  Es verdad que no podías evitar fantasear un poco con esa idea de veis, aquí estoy y no me caigo, por más que habéis soplado, o que pensabais que no lo lograría ¿eh? Pero bueno, también es normal que todos tengamos ese espacio de pequeñas venganzas del ego y por eso te lo guardabas para ti solo, lo disfrutabas un instante y cada vez se iba haciendo más pequeño hasta desaparecer.

Luego te hacía gracia porque sabías que eso nacía de tus miedos, de tus inseguridades y de tus monstruos. Pese  a todo estabas contento de haber encontrado la forma de reconciliarte con ellos. Los monstruos son esos extraños compañeros de viaje que conviven contigo y que solo salen cuando les invocas. Hay quien se pasa la vida y muere sin haberlos despertado, siendo tan feliz como se puede ser con un monstruo durmiendo a tu lado. Despertarles se convierte en un reto, o un acto inconsciente, ambas cosas pueden ser la misma. Pero al hacerlo ya no hay vuelta atrás y solo de ti depende que te devoren y convertirte en uno de ellos o darle su espacio para poderles respirar.

Suspendido en el aire con los pies apoyados en el hilo de voz del dios del vacío avanzar era la única opción, el vértigo te empujaba en cada decisión. Cuando te sales del camino marcado o cuando te echan y tienes que aprender a caminar de nuevo, el vértigo aparece a cada paso, en forma de entrevista de trabajo, de volver a hacer el amor, en cada decisión cotidiana sin más red que agarrarte a la parte de oportunidad que tiene la incertidumbre. Rilke y Pollock acaban siendo como dos viejos conocidos de quienes solo recuerdas alguno de sus versos y pinceladas. La sangre es solo sangre y no una pincelada sublimada por un dolor inabarcable, sino simplemente un callo abierto por coger los bloques sin guantes. Perderlo todo, volver a empezar. La cuerda floja tiembla cuando menos te los esperas. Tal vez la tierra firme es solo una ilusión, un trampantojo que antes o después se difumina en forma de enfermedad, guerra, pandemia, crisis y nadie está preparado, ni hay camino de vuelta. Tal vez la realidad sea esa cuerda.

 (…) No hará casa el que ahora no la tiene, / el que ahora está solo lo estará siempre, / velará, leerá, escribirá largas cartas, / y deambulará por las avenidas, /inquieto como el rodar de las hojas.

Fragmento del  Poema “Un día de Otoño” de Rainer Maria Rilke

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