Vidas a la intemperie

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(Foto: Aúreo Gómez)

No es la primera vez que el actor y director de escena, además de escritor, argentino, Andrés Cavallín, ofrece sus espectáculos teatrales en Cantabria.

Tampoco es la segunda vez. El pasado día 2 de abril actuó por tercera vez en La Teatrería de Ábrego, dentro de la programación de la VII Muestra Internacional de Teatro Unipersonal SOLO TÚ. Lo hizo con la obra de su autoría “Alfajores”, que también dirige e interpreta.

Con ella cierra una trilogía, que tiene como hilo conductor un tiempo de crisis profunda, con la dictadura militar en Argentina, apenas insinuada, como telón de fondo, y sus indeseables consecuencias socio-económicas, con el resultado de que muchas vidas queden a la intemperie.

Antes había traído, para la III Edición de la Muestra, “Anguilas”, función que gira en torno a la emigración, contada desde una experiencia personal y familiar del autor, que salió de su país hacia España, donde está ubicado desde 1991, así como su padre, en su momento, llegó a Argentina desde su Italia natal. En la IV Edición fue “Wishful. La historia de un desahucio”, concretamente el de una barbería, que para el barbero, no solo era un medio de vida, sino su vida misma, expresión del desamparo material y moral, en el que una situación desgraciada deja a las personas a la intemperie de unas ilusiones maltrechas.

El alfajor es un dulce de leche que, como el asado de buffet o la empanada de carne, remiten a Argentina, sobre todo. Pero no es originariamente argentino, sino que formaba parte de la gastronomía árabe de Al-Andalus, y que los colonizadores llevaron en sus barcos para su alimentación. Bien puede decirse que el alfajor es un producto emigrado por delegación a Argentina y a algún otro país latinoamericano. Visto así, “Alfajores”, título de la función, que me va a ocupar en las próximas líneas, remite a un colectivo de personajes, víctimas de desarraigo, que inconscientemente tienen al alfajor como modelo de prestigio y permanencia, a los que aspirar, por más que con escasas esperanzas.

En cualquier caso, “Alfajores” es el trasunto en la escena de lo narrado en la novela “El pibe de los alfajores”, de la que es autor el propio Andrés Cavallín. Difiere de las otras dos partes de la trilogía, que se centran en un solo personaje, en que contiene un espectro de personajes variopintos -desde el exterminador de ratas, hasta el tonto del pueblo, pasando por el radioaficionado, el guardabarreras, el actor famoso con su fama sin brillo, y otros- , que a duras penas articulados constituirían una obra coral, si no fuera porque cada uno actúa por separado, con la única coincidencia del actor que interpreta a todos y cada uno.

Y, entre ellos, el autor, quien, mientras escribe el relato, situado en un pueblo donde se rueda una película con el afamado actor como protagonista circunstancia que altera, y también alivia sus vidas, proporcionándoles un algo de emoción, van apareciendo en escena los personajes con sus miedos, sus miserias, sus frustraciones y también, a pesar de todo, sus ganas de vivir.

Los tres títulos coinciden en el tono tragicómico, con el que el autor trata el drama personal y colectivo, que representa una dictadura criminal, animada por un sistema económico depredador.

Y es a ese tono al que se tiene el actor en cada uno de los registros interpretativos, que requiere cada personaje, a los que el autor quiere personas, por lo que el desarrollo de la función, en sus distintas y sucesivas situaciones, mantiene un equilibrio buscado entre la realidad y la ficción, en el bien entendido de que la ficción es necesaria como portadora de la verdad que debería ser, y que la realidad escamotea.

De más allá del telón de fondo del escenario llega la sentencia de Bertolt Brecht, según la cual “el arte no es un espejo, en el que se refleja la realidad, sino un martillo para darle forma”. Y el teatro, que es arte, debe tenerse, quizá, como el primer destinatario de la admonición brechtiana. Y Andrés Cavallín no lo usa con la contundencia inapelable del martillo, sino con el humor, como cincel, tan delicado como eficaz para dar una forma amable a la realidad, sin perjuicio de su gravedad.

Andrés Cavallín prodiga registros interpretativos por los que lo vulgar se compadece con lo poético; el desenfado se simultanea con la compasión; el enfado se diluye en el humor; la crítica se confunde con la decepción; el llanto se consuela con el canto; la soledad se resguarda en la colaboración buscada del público…no son meros matices, sino rasgos de carácter, con los que el actor retrata a los personajes, a los que, como ya he dicho, el autor quiere personas, seres reales pasados por la ficción, con los que radiografía un país en descomposición, como lo están los objetos -radio, poste, barrera, máquina de escribir…-, que componen la escenografía, y acompañan a los personajes en sus trabajos y sus días, vidas a la intemperie del tiempo terrible, el de la dictadura militar, que está a punto de llegar. Están en 1975.

Tres veces ha trabajado Andrés Cavallín en La Teatrería de Ábrego. En las tres se ha marchado con toda su carga de aplausos a cuestas. ¿Volverá una cuarta vez con un nuevo título para una tetralogía?

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