Detrás de la frontera

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Hace unas semanas crucé la frontera de la desesperación. Mejor dicho, la sobrevolé. Crucé el mar breve que separa  España de Marruecos. Llegué al reino alauí con mi pasaporte rojo oscuro en el bolsillo que me identifica como española y mi Carte Nationale d’Identité, que legitima mi estatuto de súbdita de un reino en el que no vivo, no trabajo y no tributo. Ser española no me exime de una particular exhibición patriótica en el puesto fronterizo. El peso de la identidad, entre pluma y ladrillo, unas veces te hace reír, otras te aplasta hasta asfixiarte. Fui como decía a Marruecos, un país muy preocupado porque sus hijos en la diáspora sigan siendo marroquíes. Estuve en el país vecino, al que se hermanan políticos e intelectuales para que la cuerda no se rompa, para que la tensión no estalle por los aires. Para que la historia siga escribiéndose sobre la historia no contada.

Esta dosis de ensamblaje histórico ha movido las vísceras socialistas en las últimas semanas. En realidad, lo que esconde el movimiento intestinal es un tufillo de intereses estratégicos y económicos. Y precisamente la posición geográfica de ambos países, España y Marruecos, que es el trampolín perfecto para la piscina de los beneficios, resulta ser también la baza de los desperdicios. Efectivamente, todo el mundo quiere un chapuzón en las aguas de las economías desarrolladas. Y quien huye de una guerra tal vez busque además una forma de no morir. Por eso, de este viaje al vecino del sur volví casi intuyendo el desastre presenciado estos días en una valla que nos revienta en los medios como una vergüenza indigerible.

Las calles de su capital, de una Rabat desigual y de una belleza excepcional, están plagadas de rostros negros, marrón oscuro, ojos redondos y saltones. Vendrán de los países de la otra orilla del desierto, de esos países con los que Marruecos parece que comparte continente solo accidentalmente. Pensé que tal vez ese fuera el rostro de la nueva pobreza del reino. Rabat al fin y al cabo es una urbe que, por sus dimensiones, es capaz de albergar miles de vidas miserables y cientos de vidas opulentas. Sigo con la mirada a uno de esos rostros. Es un joven que arrastra unas chanclas roídas, viste camisa de cuadros y pantalón de chándal. Fino como una brizna de trigo, deambula y se pierde por las calles de la medina de Rabat, una ciudadela de líneas rectas en la que imperan los gritos de los tenderos promocionando las ofertas y los productos de moda.

Es difícil perderse en esta medina. Su orden se aleja de la sinuosidad de las otras ciudadelas. Tal vez por eso podría recordar la coordenada exacta donde vi al hombre que atestigua la brutalidad de la desigualdad. Un chico de apenas veinte años que me recordó a un amigo de origen nigeriano al que conocí años atrás en Valencia, avanza a ras de suelo ayudado por sus manos. Una de sus piernas había quedado reducida a hueso desformado, la otra parecía seguir el mismo camino. Le miro desde cierta distancia. No quiero ser indiscreta. Cierro los ojos antes de que se crucen con los suyos. Me golpea por dentro su cara y su mirar. Me pregunto, ¿qué tiene este hombre? A sí mismo, su oxígeno y nada más. A lo sumo cuenta con una inesperada limosna y tal vez seguir vivo al día siguiente. Las fronteras se abren, pero para ellos y más para él, permanecen eternamente cerradas.

Abandono la medina y busco un petit taxi que me deja en la estación de tren Agdal. Tomo el Al Boraq, el “ave marroquí” que fue pretendido por España y Francia. Ganó Francia un pulso casi decidido de antemano. Esta maravilla de la ingeniería devora los 250 kilómetros que separan Rabat de Tánger en una hora. En un silencio digno de la modernidad con la que el reino pretende conquistar el mundo, me dejo llevar por los suaves cambios del paisaje. La luz naranja del atardecer se mezcla con la voz dulce de la locutora que anuncia en árabe y en francés la inminente llegada a nuestro destino. Saco mi mochila del compartimento superior y es entonces cuando la veo a ella. Una chica con una peluca negra hasta las caderas. Viste una camiseta de tirantes que deja al descubierto sus brazos finos. El maquillaje oscurece sus facciones y da una sensación de barniz sobre su piel oscura. El escote generoso muestra la silueta de unos pechos redondeados por un sujetador que los dispara al aire. Observo a la gente de mi alrededor. Me fijo en dos hombres que se pierden en sus curvas frontales. Avanza por el corredor que baja hasta la puerta del vagón. Veo una distancia forzada entre ella y los demás pasajeros. Sus pantalones ceñidos anulan cualquier ejercicio de imaginación. La sigo a unos metros de distancia. El mismo gesto de arrastrar las chanclas que el joven de la medina de Rabat. Anda con prisa. No lleva equipaje, tan solo un bolsito azul. La pierdo entre la muchedumbre de la pretenciosa estación de Tánger con palmeral central incluido.

Para este Marruecos que despega hacia delante, que se ha montado en el tren del progreso y de la modernidad, la pobreza le resulta molesta. Estos vecinos, negros y pobres, son una protuberancia a la que solo queda intervenir con métodos agresivos y externos. Es esto lo que imposibilita de lleno entenderlo como un asunto humanitario global y local a la vez, un asunto de primera magnitud que se enerva con la sociedad marroquí. Pero Marruecos juega muy bien al juego de la negación, lo hace con una facilidad apabullante delegando la responsabilidad a la Europa que maneja el timón de la instrumentalización de forma mucho más eficaz. Las calles de Marruecos hablan de hombres y mujeres que circulan con su piel oscura en un país que le cuesta aceptar su africanidad, incapaz de recordar que es un país emisor de migración, que su diáspora también se la ha jugado en el mar y lo sigue haciendo. La hipocresía no es exclusiva de Europa, la desmemoria tampoco.

Circulo por las calles de Tánger. Delante de mi una mujer con un vestido rojo empuja un carrito con un bebé que no para de chapurrear en su idioma particular. Su pelo trenzado y su tez marrón desbaratan las imágenes que he ido entretejiendo estos días en Rabat. Entiendo por un momento el poder de  las imágenes que construyen el relato único de la pobreza negra, de su miseria congénita, del cuerpo negro que apenas puede disociarse de la violencia y la agresión continua. Esta es la referencia viral y la mujer que avanza con su vestido vaporoso de verano paseando por una calle tangerina con su bebé, es la otra excepcional. El montón de cuerpos tendidos sobre el asfalto y rodeados de la gendarmería marroquí nos atenaza las tripas, nos retuerce por dentro algo que continuamente ocurre en la oscuridad del mar sin conmover nuestro sueño. Pero estas imágenes que sirven de denuncia son también trampas que sellan a la negritud en una alteridad de la que es difícil salir. La frontera es ese espacio sobre el que se cimienta esta otredad y tal vez por eso evidencia nuestras propias fronteras con lo distinto.

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