Las páginas en blanco

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Puede ser cierto que, como decía Sócrates, el pasado tiene sus propios códigos y costumbres. Quizás por eso nos sea mas fácil entender los motivos de quien, desde la experiencia vivida, nos increpa o alecciona con frases lapidarias del tipo “Tú no lo has vivido, así que no hables”. Tal vez en la memoria emocional de lo cotidiano, que demasiadas veces viene acompañada de una incapacidad de “ponerse en el lugar del otro”, esta afirmación tenga sentido, incluso esté en cierta medida justificada como mecanismo de defensa ante el juicio rápido que banaliza lo que sentimos, o como lo sentimos, paradójicamente con el objetivo de no detenerte a pensar (o sentir) en ello y con el único propósito de pasar página lo antes posible. Sin embargo, una página que se pasa rápido, una página que no se lee, se acaba convirtiendo en una página en blanco. Todas las palabras, las historias que subyacen; cada sentimiento, cada matiz queda borrado por la prisa de acabar cuanto antes, como si el final fuera lo importante, o como si el presente necesitara despojarse de una mochila que no le permite avanzar. O por esa necesidad de no pensar, de no sentir; por el peligro que eso puede suponer de cuestionar, de repensar la realidad tal y como la conocemos. Y, al hacerlo , en ese proceso, suceda lo mismo con cada uno de nosotros y darnos cuenta de que estábamos equivocados. Como si equivocarse nos enterrara, en lugar de ser el primer paso para crecer. En este caso, las páginas en blanco, son peligrosas, porque se llenan de un vacío que puede condenar a quien solo ve en ellas una huida hacia delante o un pozo sin fondo donde enterrar los demonios que no quiere, no puede o no se atreve a afrontar. De no aprender nada, de que esa nada sea lo único que aprendamos y, como al mundo de Bastian, en “La historia interminable”, la Nada lo fagocite todo y al final solo seamos olvido. Como si no hubiera sucedido.

En el caso de la memoria democrática, de la propia historia, de los acontecimientos, en historia conocidos como “hechos históricos” sucede lo mismo. No se trata de juzgarlos desde el “presentismo”, revisando “el antes”, obviando sus propio códigos -como decía el filósofo griego-, desde un “ahora” que ha ido incorporando los suyos. Eliminar palabras como gordo o feo en “Matilda” o “La fábrica de chocolate” de Robert Dahl, nos quitarían las herramientas para entender como “se pensaban las personas y sus actos” en esos momentos donde, por otro lado, la fantasía es el mejor de los contextos. Sería aún peor no mencionarlas siquiera, sería negarnos esas páginas del libro. El objetivo será entonces, en palabras de Gadamer, la aproximación hermenéutica, es decir, un análisis de esa subjetividad desde su contexto, incorporando otro término, la intertextualidad, es decir, la relación que un texto mantiene con otros textos, ya sean contemporáneos o anteriores. Un término que forma parte de “teoría de la literatura”, acuñado por el filólogo ruso Mijaíl Bajtín y que nos resulta de ayuda aplicado a las ciencias sociales, y al conocimiento histórico, a la propia historia y sus acontecimientos.

¿Con qué objetivo? Con el objetivo de entender el pasado, sus causas, sus aspectos relacionales, en definitiva de ponernos en el lugar de quienes actuaron de una u otra manera mediante un diálogo en el que nos convertimos en moderadores jamás neutrales, sería imposible, pero si desde la premisa de la mayor honestidad posible; la que no omite deliberadamente una línea, una palabra, un insulto, un crimen, por motivos sectarios, pero también la que no idealiza por lo mismos motivos, para así encontrar las coordenadas que nos ayuden a no perder el norte, de nuevo.

Por desgracia, la historia es viva prueba, de que el ser humano valida esa máxima de ser quien tropieza dos veces , o muchas más, con la misma piedra; con la guerra, con la deshumanización del otro, con el horror de mirar hacia otro lado, o con la banalización del mal, como también decía Hanna Arendt cuando intentaba explicar, “ponerse en el lugar de…” qué había llevado a personas comunes a llevar a cabo actos atroces, o a justificarlos, o simplemente, el peor de los escenarios, a normalizarlos (Y no olvidemos la parte de “común” que nos habita). Tal vez por eso nos recordaba Spinoza que “La actividad más importante que un ser humano puede lograr es aprender para entender, porque entender es ser libre”. Entender nunca significará justificar, sino dotarnos de las herramientas de las armas cargadas de un futuro donde no cometamos los mismos errores. De un futuro que no necesita borrar las páginas de su pasado, al contrario, leerlas y releerlas.

Entender para aprehender porque, como decía el filósofo holandés “Si no quieres repetir el pasado, estúdielo.” Es por eso que las páginas en blanco son aquellas que nos quedan por escribir, aquellos espacios sin fronteras donde hay espacio para la utopía, para hacer las cosas un poco mejor al menos, pero solo si antes hemos leído, sentido, aprehendido cada página del libro del que, no podemos olvidar, también somos protagonistas.

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