Besos que colman vasos

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Desde el privilegio todo se ve diferente:

“Si toda la vida te han faltado el respeto, si te has visto rodeada o sometida a situaciones de cosificación, de alusiones a tu cuerpo, de juicios de valor en función de parámetros que nada tienen que ver con tu valía y que han sido banalizados mediante un humor en el que tú eres protagonista involuntaria. Si no has vivido nada de eso, si lo estereotipos sexistas o los convencionalismos de género no han sido proyectados en tu persona en forma de insulto, de la referida broma, de constante comparación, de invasión de tu espacio personal; como si no fuera tuyo, como si tú no tuvieras ni voz ni voto en tales acciones. Si no has vivido nada de eso puedes permitirte el lujo de no darle la importancia que tiene.”

En una sociedad que ha normalizado todas estas acciones y las ha convertido en parte consustancial del paisaje cotidiano, de una determinada codificación de las relaciones interpersonales que hace de ti el objeto -siempre el objeto- de los comentarios, de las actitudes, de las comparaciones, de faltas de respeto disfrazadas de mil y una maneras. Y da igual que sea en el bar o cafetería de turno, en la tertulia literaria, en el evento cultural, en el lugar de trabajo, ocio o entre amigos (el “fuego” amigo es el más difícil de ubicar, precisamente por eso) o desconocidos que te encuentras por la calle y que se creen con el derecho de invadir tu intimidad, de hablarte sin conocerte, de interpelarte como si le debieras algo. En cualquiera de esas situaciones lo has vivido y siempre se ha mantenido una constante:

“Era a ti a quien convertían, de una u otra manera, en el objeto de los comentarios, de las miradas…en el objeto”.

Después vienen las reacciones que buscan justificar lo personal mediante la validación social: “era broma, no seas exagerada, si es que no se puede decir nada ya, maldita corrección política”. En definitiva, toda una batería de razones, mejor o peor  hilvanadas, pero con un elemento en común: No asumir la responsabilidad del comentario realizado, de la complicidad demostrada, de la falta de respeto encubierta. Un machismo inoculado en una moral sujeta a la simetría invariable en la que de un lado siempre estás tú. Y el foco en ti, en lugar de en quien ha hecho el comentario, el chiste, la alusión a tus tetas, a tu culo, a tu boca, a tu físico. Y ese estado de alerta en el que tienes que estar colocando y moviendo la línea roja ante quienes la sobrepasan constantemente. Porque incluso hay una parte de ti que hace que te veas desde unos ojos que no son los tuyos. Por eso las relaciones de poder no se circunscriben exclusivamente a espacios donde la jerarquía queda formalmente constatada. Se dan en todos los ámbitos de la vida.

Porque yo, que escribo estas líneas, por el mero hecho de ser hombre más o menos blanco, heterosexual, no seré objeto de esas estructuras cotidianas creadas, heredadas y consolidadas, no estoy expuesto a esos comentarios, juicios de valor, situaciones, bromas, alusiones personales, generalizaciones, prejuicios y estereotipos enmarcados en un machismo estructural. A mi no me puntúan el culo o las tetas y me lo dicen como si no pasara nada. Y si lo hicieran siempre podré decir que no tiene importancia, porque es algo excepcional.  Podré purgar mi conciencia en el rubiales de turno, como si “matando al perro se acabara la rabia” (que también) y así ocultar la parte de rabia, de ese machismo, de ese Patriarcado en el que nacemos y que ya tiene fijadas sus propias reglas del juego.

Y también, quizás por eso, si vemos un beso así, un beso no permitido, desde una posición de privilegio, de poder, no le demos importancia y lo banalicemos, porque nunca nos ha pasado a nosotros, nunca hemos recibido un beso como si fuera una bofetada, o nos han violentado de todas esas formas tan cotidianas en forma de roce, de palabra, de caricia indeseada, que para cuando te has dado cuenta ya se te han pegado a la piel. Porque se han creado tantos marcos de justificación, se ha normalizado tanto que incluso te has sentido culpable, o cuestionado a ti misma, porque todo lo que te rodeaba parecía validar o, en el mejor de los casos, minusvalorar lo que te había pasado, lo que habías sentido. Poniendo el foco en ti. Siempre en ti; nunca en quien dio el beso, quien hizo el comentario, el chiste, quien cruzó la línea, nunca en quienes lo toleramos, por acción u omisión, mediante el silencio incómodo, el aplauso fatuo, o la sonrisa mas o menos desencajada.

Todos hemos vivido, todos hemos formado, o formamos parte, de una u otra manera, de situaciones así y, demasiadas veces, sin hacer nada, sin ni siquiera afear esos gestos, esas palabras, esos comentarios, esa espiral del silencio en la que un beso es mucho mas que un beso, es otro beso que colma el vaso. Y ya son demasiados.

 

 


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