Anónimo

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Siete años después de haber sido estrenada, y tras haberse dejado ver en escenarios locales, provinciales y nacionales, he vuelto a ver la función “ANÓNIMO. La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades”, una producción de Hilo Producciones. Y ha sido el pasado día 14 de octubre, en el Teatro Principal de Reinosa, programada en el Festival de otoño de la Capital Campurriana. Y no tardé en darme cuenta de que no estaba asistiendo a la misma función de siete años atrás, impresión que se fue confirmando a medida que avanzaba la representación, por cuanto se habían producido cambios en la concepción y realización de una dramaturgia nueva, que introducía nuevos recursos escénicos y abría nuevos espacios para la posición y movimiento de los intérpretes, así como que las luces y las músicas habían adquirido uncoprotagonismo capaz de pintar en escena cuadros con los actores y los decorados como motivos. En fín , supe que estaba ante un estreno, ante una obra que era otra, sin dejar de ser la misma. Y supe que el comentario que hiciera de ella no podría ser el mismo que el que hice hace siete años.

El Lazarillo, de autor desconocido, es una obra que no envejece, porque no la dejamos envejecer, y no la dejamos envejecer, porque la condición humana es siempre la misma en todo tiempo y lugar, y si esa condición tiene como espacio existencial España, y por tiempo el siglo XVI, resulta que tampoco puede cambiar, porque, adoptando actitudes, comportamientos y estilos de hoy, sigue siendo la misma en sus vicios, reales, y en sus virtudes, tan aparentes, que podrían pasar por vicios. Por eso, tengo para mí que el anonimato de su autor tiene el significado de que podría haber sido – y ser- escrita por cualquiera en cualquier otro siglo pasado o venidero, siempre que sea español y conozca bien de qué pie cojean los españoles. Todo ello hace que la obra figure entre los títulos clásicos, siempre dispuestos a ser sacados de su ayer, para ser traídos al hoy, sea cuando sea el hoy.

La picaresca viene a ser una seña de identidad de la condición humana a la española, y don Anónimo le sacó todo el partido posible, repartiéndola entre distintos tipos humanos, que comparten como denominador común, que no sólo Lazarillo es pícaro, obligado por razón de su origen miserable, sino también la tropa con la que se encuentra, con la que tiene que competir en picaresca, pues no pasando por pícaros, la practican con gran disimulo, a los que Lázaro no tiene mucho que enseñar y de los que sí tiene mucho que aprender en el arte de la picaresca.

Es sobrado el grado de conocimiento que el misterioso autor tiene de las gentes, a las que retrata, como sobrado es el ingenio con el que los lleva al papel, para recordatorio de lo que no ha dejado de estar presente. Sobrado es también el conocimiento del arte del teatro del que es depositario Sandro Cordero, como sobrado es su ingenio para llevar a la escena el ingenioso texto de no se sabe quién: en un plató televisivo se está grabando un reality, en el que el invitado es Lázaro González Pérez, el Lazarillo de Tormes, con el fin de que cuente las cuitas de su vida. Su relato lleva a la interpretación de los episodios existenciales que va narrando, vividos con alguno de sus amos, con el consiguiente entramado picaresco, que se establece entre él y ellos.

El plató de TV deja de serlo para volver a serlo varias veces más, entre las cuales se suceden las “fortunas -pocas- y adversidades -muchas-, de Lázaro, todo ello con la rapidez con la que se suceden las secuencias cinematográficas, que cambian de tiempos y espacios, como si la función estuviera montada en celuloide, y con la precisión, con la que las vemos en una pantalla. En el escenario se ve cómo los cambios los llevan a cambio los intérpretes que, además de montarlas con igual rapidez, las representan con la misma precisión.

Son muchos los personajes y sólo cuatro los intérpretes, dos actrices y dos actores -un lujo desde hace ya un tiempo-, de los cuales uno, Enrique Dueñas, se ocupa, y le ocupa El Lazarillo, símbolo de todos los pícaros, a los que representa con la carga de malicia -que no maldad- y, a la vez, inocencia, que hacen falta para sacar partido de quienes no son menos picaros que él, por más que pasen por menesterosos – el amo ciego- o venerables -el amo eclesiástico y el amo noble. Malicia e inocencia, que el actor adoba con una gracia que, a la vez, destila la tristura de su práctica exclusión social.

Sandro Cordero, responsable de la dramaturgia y la dirección, representa a los amos del pícaro titular, y al mantenedor de un Reality, que es aprovechado también para lanzar algún que otro dardo certero a la falsedad que anida en la televisión, donde no es verdad todo lo que deja ver.

Por su parte, Laura Orduña y Beatriz Canteli cambian de registros interpretativos con la fluidez y seguridad de quienes tienen un dominio sin fisuras de su oficio, devenido arte. Un trabajo actoral, que derrocha, además de un dinamismo sin tregua, un humor de trazo fino que, sin perjuicio de contener una crítica social sin reservas, suscita en el espectador una risa abierta, que apenas puede contener la carcajada., que mitiga su contento, cuando por un momento ponen en escena unos espejos sucios, que reflejan una sociedad, que no quiere verse en ellos, y que en la picaresca quizá no tenga el peor de sus defectos.

La función funciona, queda dicho, como un mecanismo de precisión, sin el menor desajuste, a lo que también contribuye una iluminación y unas músicas que, diseñadas y administradas por Pancho V. Saro, cumplen un cometido expresivo y significativo que dota a las distintas situaciones escénicas de una estética, por la que luces y sonidos no son meros lenguajes auxiliares.

He vuelto a ver ANÓNIMO, Y he vuelto a aplaudir con entusiasmo y agradecimiento. Como todo el público, con el que compartí el patio de butacas.

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