Perro Callejero

Tiempo de lectura: 5 min

“No pueden presentarle con su pedigri: Que me gusta la mezcla, la mezcla de colores, la mezcla de animales y de notas musicales”

Aunque haya desaparecido su aullido, su voz ronca carraspeada por el viento del norte  en un Santander poco acostumbrado a encontrarse el arte en la calle, su eco permanece; no solo en sus canciones, sino en la silueta que deja su ausencia, en la retina de nuestros andares por la calle Burgos, cerca a la puerta de una librería, como si hiciera de puente entre las historias y narrativas recogidas en las páginas de los libros y las historias de vida recogidas en el paladar de sus ojos, de una voz que rasgaba al silencio para recordar al mundo quiénes son los perros callejeros, los que no necesitan pedigrí o renuncian a él en caso de tener ese dudoso honor.

Porque su pedigrí estaba hecho de las miradas de reconocimiento que cada día se acercaban a él, que se mostraban en forma de monedas, de billetes, de breves charlas que se alargaban y se veían interrumpidas por una próxima canción, y es que, ya se sabe, la calle manda e impone sus propias reglas. Su pedigrí hecho de esa sonrisa que buscaba un hueco en una mirada tan llena de todo, que no había palabras para acompañarla. De un frío que pela en esa piel a flor de piel, en varias capas y que, por estos lares, hace que sintamos como para “adentro” y nos cueste más que salga. Pero en la voz de Pedro se colaba el alma que su mirada reflejaba, sin intermediarios, sin velos. Y sus notas musicales escogían el color de una verdad transitada de tantas direcciones, de tantos lugares, de tantos callejones, de tantas plazas, de tantas calles, de tantos rincones, de tantas palabras…

Los perros callejeros están hechos de tantos cruces que su raza está en cómo deciden ladrar, a quién y dónde; y sobre todo en sus porqués. En cómo recorren los lugares de la ciudad, del barrio. En cómo se niegan a tener un amo o un collar que les apriete, que les ahogue. Es una raza, un pedigrí de Libertad. Y la Libertad, la raza, el pedigrí de Pedro salía por los cuatro costados de su arte, de su duende, de su Anjana. El latido de su aullido, el quejido de su guitarra, la poética de su presencia por calles desiertas en un verano sofocante de playa y de centro vaciado, o llena de gente en las rebajas, al comienzo del curso, al salir del trabajo, en navidades cuando la prisa pasa por encima cualquier letra, de cualquier acorde, de cualquier atisbo de resistencia, de ser contracorriente, de ser perro, pero no dejarse llevar por el rebaño. Y cantando, asomándote a la ventana para ver la chica de ayer o haciendo de Sabina un cómplice involuntario de tus andanzas, como un Quijote con mirada de Sancho Panza o al revés.

La claridad de tu voz partida hacía de Santander, esa ciudad que aún se quita la caspa de cierto “clasismo” heredado, del que dirán, de las apariencias, una ciudad mucho más de verdad, mucho más humana, porque lograbas sacar de quienes la habitan esa desnudez escondida bajo tantas capas. Lograbas que nos parásemos a escucharte frente a la prisa, a la barbilla levantada, frente al pedigrí de traje y corbata, lograbas que todos fuéramos parte de tu manada, que todos nos volviéramos un poco más perros, más callejeros, más mestizos, más humanos; aflojáramos el collar y se nos quitara un poco de esa rabia que se acumula sin que, muchas veces, nos demos ni cuenta. Y al escucharte se nos quitaba también un poco esa “tontería” que, demasiadas veces, queramos o no, nos acompaña.

En “Qué bello es vivir” uno de los clásicos por excelencia de estas fechas, donde Frank  Capra nos muestra el potencial transformador de un humanismo revolucionario, el protagonista se despierta en una ciudad en la que por faltar él (y personas como él, si hacemos del personaje una alegoría de lo que representa su forma de ser y entender el mundo) los sentimientos habían sido mercantilizados, donde la humanidad tenía un precio, donde todo estaba determinado por su valor de cambio. Luces de colores que ocultaban el olvido de lo que hace que el ser humano sea humano. Una distopía al alcance de la mano, del mando, del teclado del móvil, de la Inteligencia Artificial o de los “mejores” centros comerciales. En la que imagino que las perreras municipales recluirían en sus celdas a todos los perros callejeros, con cuatro o dos patas, para que sus ladridos de libertad no molestaran a la clientela, o no se convirtieran en el espejo donde mirarnos y purgar nuestro sentimiento de culpa a base de caridad. O para que no viéramos la neumonía que les aquejaba y  nos impedía “romantizar” demasiado su estilo de vida y así no ver la parte de responsabilidad del nuestro.

Ojalá tu falta, Pedro, (y la de muchos) y lo que representabas, no acerque a Santander (y a quienes la vivimos) a ese otro modelo de ciudad, sino que tu aullido permanezca y nos haga a todos más mezclados, más perros, más callejeros, más como “Perro callejero”. Y es que «el mestizaje es el futuro». Que la tierra te sea leve. Descansa en paz, Pedro.

  • Este espacio es para opinar sobre las noticias y artículos de El Faradio, para comentar, enriquecer y aportar claves para su análisis.
  • No es un espacio para el insulto y la confrontación.
  • El espacio y el tiempo de nuestros lectores son limitados. Respetáis a todos si tratáis de ser concisos y directos.
  • No es el lugar desde donde difundir publicidad ni noticias. Si tienes una historia o rumor que quieras que contrastemos, contacta con el autor de las informaciones por Twitter o envíanos un correo a info@emmedios.com, y nosotros lo verificaremos para poder publicarlo.