
La memoria de un pueblo
Fue aparcar, preguntar y darnos la mala noticia. Habían talado los cerezos. A Raquel y a mí nos gusta hacer mermelada con fruta patrimonial, no sé de qué otra forma decirlo, fruta de árbol enraizado en nuestra cultura, por ejemplo con las guindas del Callejón de Pinillas, entre Ucieda y Ruente, un camino rehundido envuelto en árboles que parece una vena a flor de tierra, o del árbol que hace dosel en la fuente de Jongaya, en Sopeña, y era nuestra ilusión hacerla con cerezas de Viaña. Pero imposible.
Fue mi tía Amaliuca la que nos puso sobre la pista: Viaña, el pueblo de las cerezas. Así se le conocía de antiguo. Antes de que ingresara en la residencia del valle solíamos hablar de sus recuerdos. Este era uno de ellos. También se acordaba de que las niñas subían a Lamiña el día de San Frutosu a beber agua de Fuente Roñosa, un agua de color topacio, son sus propias palabras, y sabor a hierro. La fuente sigue manando. O de que tras la guerra, cuando salieron a recibir a la Virgen del Carmen al Puente de Piedra o de Barcenillas, mi tía a hombros de su abuelo, un «vilanu» sobrevolaba la procesión y que a ella le dio miedo de que se llevara los «pollucos» de casa. No todos eran recuerdos tan inocentes. Tiene más de noventa años.
Me sigue reconociendo cuando voy a verla. De las cerezas de Viaña ya no se acuerda. Solemos ir al «santucu» de la mies. Lo más lejos a La Castañera de Terán. Si es tiempo hacemos un ramillete con las flores del camino. Le gusta la flor de malva. Es buena para aclarar la voz.
De tanto preguntar Raquel y yo acabamos haciendo corro con los vecinos en mitad de la carretera, o calle. No pasan tantos coches. La palabra se turnaba como se reparten las avellanas, de una en una, con respeto.
Cerezos no pero «pirujales de la miel» sí. Los «pirujos de la miel» son pequeños y amarillos, caben cuatro en una mano, así nos los describieron, y a diferencia de los «pirujos» que tienen que madurar entre la hierba del pajar, envueltos en papel de periódico o entre manzanas hasta casi empodrecer (es el suyo un sabor antiguo y difícil), los «de la miel» maduran en el árbol y se pueden coger y comer. Sobreviven dos cerca de la iglesia del pueblo.
En el pórtico de la iglesia se abren tres puertas: la central y más grande para los vecinos de Viaña, la de la izquierda, que es más pequeña, era para los vecinos del pueblo abandonado de Rozas (Ayuntamiento de Ruente), de tan corta estatura, se afirma, que venían montados en cabras, y la de la derecha para los vecinos de Bárcena Mayor (Ayuntamiento de Los Tojos). Estos seguían el llamado «Caminu de los Muertos», cuya lógica es la misma que la del camino que hay en Carmona para conducir los féretros al cementerio, otro en Lafuente (Lamasón), con dos cabezas talladas en piedra que anuncian «cuántos pasan que no vuelven», y uno más en Santander: la tan polémica Cuesta de las Ánimas, de un valor patrimonial enorme.
Salió el tema del lobo, no menos polémico. Ellos saben cuál es su sitio. El del lobo y el suyo. A los vecinos de Viaña se les llama, y ellos así se reconocen, «lobetos», es decir, «los hijos de los lobos». Dice Manuel Llano: «ijujú de los pobres lobetos de Viaña – pueblo de cerezos y de lumbres -, manso, suave, débil, largo y apacible». Pueblo de cerezos ya sabemos por qué. De lumbres porque en las alturas, cuidando del ganado, encendían árboles por dentro (a la vista parecen vaciados por un rayo) para espantar al lobo con el humo. El lobo tenía que estar del otro lado de Picu´l Dorru, ese era su sitio. No lejos pero sí lo suficiente. En Juego de Tronos había un muro de hielo. En Viaña lo había de humo. Por eso «lobetos», porque estaban al cuidado de esa frontera.
El «ijujú» o «jisquíu» es un grito primordial que imita el relincho de los caballos. Presenta muchos matices. Puede identificar a un individuo, a un pueblo, asociarse a un estado de ánimo, etc. La palabra «jisquíu» probablemente proceda del latín HISCERE, «cantar». Tengo para mí que los himnos de la victoria que Estrabón informa que entonaban desafiantes los antiguos cántabros en la cruz eran estos «jisquíos» que ya apenas nadie emplea, ni siquiera enamorado.
Mi tía también recordaba que en una enramada de San Juan los mozos le pusieron musgo. Algún pique habría. Este era uno de sus recuerdos más tristes.
Seguimos en Viaña.
Por Picu´l Dorru sale el sol, por eso su nombre, aseguran, porque brilla al amanecer. En mi opinión este topónimo emparenta con la palabra «urru», farallón costero, de donde Los Urros de Liencres o La Punta l´Urru en la Bahía de Santander, y con «urria», pedrea entre chicos, en ambos casos de la piedra alzada o en alto, familia de origen prerromano. Pero los «lobetos» responden que esta etimología no explica que haya un vellocino de oro enterrado en esta montaña además de una «anjana» en una cueva velando un tesoro fabuloso. Es cierto, no lo explica.
El sol sale por Picu´l Dorru y se pone por La Piedra, en Negréu, enfrente. Hemos ido a explorar y la tal piedra no está. En su lugar se encuentra la caseta de los guardas. Estará debajo. Alguien ha plantado un abedul cerca (este árbol de corteza blanca se suele emplear para marcar hitos en el monte, como una fuente o un paso, buscando el contraste con el verde protagonista) y lo ha protegido con una sencilla pared de piedra seca o «cuerre». La técnica de piedra seca de la que resultan este tipo de paredes es Patrimonio de la Humanidad desde el año 2018 pero no en Cantabria, donde nuestro Gobierno, a consultas de la UNESCO, respondió que no había ejemplos: ni «morios» montañeses, ni paredes sin puerta de «viñas» cuetanas, ni «llosas» de grandes lastras hincadas campurrianas…, nada. Todavía no se ha corregido.
También hablamos de abejas o «moscas de la miel». De cómo frenar la huida de los «ensambres» en los mediodías de mayo a junio, el periodo conocido como «la enjambrazón». Se ha de golpear algo que retingle, una carretilla por ejemplo o dos pedazos de teja, como hacía mi tío Camilín de pequeño, para que se apacigüen, es probable que porque les parezca el ruido de un relámpago, algo que las abejas temen. O que para saber dónde está el «meleru» hay que acechar a la abeja en un charco y luego seguirla pero teniendo en cuenta que al poco de levantar el vuelo la abeja hace un quiebro. O que para hacerse con la miel que rezuma de las paredes de Peña Las Aguileras los vecinos se descolgaban metidos en grandes cestos de avellano llamados «zonchos». Hay una pintura rupestre en la Cueva de la Araña de Bicorp (Valencia) que representa una escena parecida. Fue declarada Patrimonio de la Humanidad el año 1998. Nosotros conservamos lo que hay detrás de la pintura, sabemos contarla, conservamos la idea que explica la cosa. Pero este saber nuestro no recibe ninguna protección.
La palabra dejó de rodar ligera. La Piedra tapó el sol. La luna iluminaba el árbol blanco. El círculo clareaba, los vecinos de mayor edad comenzaron a retirarse y nosotros con ellos. De vuelta, el volante era un diapasón. Perdimos la cuenta de las curvas. Pero sabremos volver.
Las cerezas de Amaliuca resultó que llevaban otras prendidas. La memoria solo es si se hace y solo se hace si se comparte. Estas letras son parte del proceso. Hacemos memoria para no olvidarnos de lo que, recordando, seguimos siendo.