Buscando desesperadamente yugoslavos en Santander y otros teatros. Lorca revisitado. Juan Mayorga y Javier Gutiérrez sirven copas

Fotografías: Aureo Gómez
Atra Bilis – Laila Ripoll – 3 de octubre – Sala Pereda – 19:30 horas
Decían los antiguos griegos que uno de los humores (mas bien malhumores) del cuerpo humano era la bilis negra, que en latín queda mucho mejor: Atra Bilis. Una bilis que reflejaba melancolía y mal rollo. Veinte siglos más tarde, la dramaturga Laila Ripoll decide escribir una obra (año 2001, odisea teatral madrileña) con este título y poner en el escenario a un muerto (más bien su ataúd lleno de luces) y cuatro mujeres que le velan en una noche de tormenta, confidencias, secretos al descubierto y mala leche en todas sus formas posibles, plagada mayoritariamente de acerados insultos.
Los protagonistas tienen nombres: José Nazario el muerto, su viuda y patriarca dictadora Nazaria Alba Montenegro, sus hermanas Daría y Aurorita y Ulpiana, criada que parece fiel hasta que deja de serlo. El argumento semeja lorquiano: mujeres encerradas en una casa, entorno rural, la similar opresión de La casa de Bernarda Alba, un difunto por medio, hermanas, criada, envidias, celos, el odio y el poder. El bastón de mando es ahora una muleta y el calor sofocante parece mantenerse en ese pueblo de las Alba (Bernarda antes, Nazaria ahora). Lorca revisitado con una sorpresa final y un elemento mágico insólito: todas esperan que el extinto mengüe en su ataúd hasta convertirse en el caballero del que todas se enamoraron. Y José Nazario retrocede virtualmente en edad, tamaño y puntos suspensivos en lo que aumenta.
Atra bilis es una producción con participación cántabra y segundo estreno después de hacerlo el mes pasado en Oviedo. Si los textos son impactantes -que lo son, en un repertorio amplio de creación literaria provocativa e injuriosa- su desarrollo en escena por cuatro actrices es digna de elogio y disfrute: Cristina Lorenzo (una Nazaria con mando), Laura Orduña (una Daría con muchas caras), Beatriz Canteli (una Aurorita inolvidable con sus caramelitos) y Concha Rodríguez (rotunda y lista Ulpiana). Vestidas con acierto y estética japonesa “butó” en maquillaje y peinados sus figuras impactan y realzan sus acciones. Escenografía sobria y una dirección de Sandro Cordero que sabe sacar la fuerza y mala leche de la obra… y de las actrices.

Los yugoslavos – Juan Mayorga – 10 y 11 de octubre – Sala Pereda – 19:30 horas
Sala llena y expectación. Un nuevo trabajo de Juan Mayorga se presentaba en Santander, ahora con una coartada: “Mi abuelo tenía un bar y cada noche volvía contando historias que acababa de vivir con sus clientes. Supongo que ahí nació mi deseo de escribir esta obra”. Y Mayorga la escribió, la paseo por territorios extranjeros y volvió a la guarida de La Abadía, ese lugar madrileño donde a lo mejor existen los yugoslavos buscados por todo Madrid (o quizás por Corea, que nunca se sabe dónde sitúa el autor sus mapas). El fin de semana pasado se buscaban yugoslavos por Cantabria para ver si conocían ese lugar de reunión de una nación y unos nacionales que ya no existen: “Tendríamos que haber ido a donde ‘Los yugoslavos’. Allí se juega de verdad, mientras las mujeres bailan” (frase repetida una y otra vez). Ese lugar que no existe revive con los actores: “Lo que hace importante este lugar son las personas que lo buscan” y así se pasan noventa minutos sin que aparezca la solución al sudoku balcánico.
El asunto comienza en un bar donde un camarero habituado a entrometerse en las vidas y conversaciones de sus parroquianos encuentra a una persona que sabe consolar a un recién despedido de su trabajo. El camarero, el actor Javier Gutiérrez, pide a ese cliente -Luis Bermejo- que le ayude a resolver un problema con su pareja: “Usted encontró las palabras y la manera de decirlas”, ergo puede hablar con ella para que salga de su mutismo y tristeza. Y así toda la función, persiguiendo no ya a Godot o buscando desesperadamente a Susan, sino a toda su familia coreana en las fronteras del paralelo 38º norte (citado unas cuantas veces como lugar paradójico).
Antes de que abra el bar y empiece la función una joven se pasea por el escenario para esconderse en uno de sus rincones: ¿Esto empieza así o es alguien espontaneo que quiere ver la obra de cerca? Sigue el silencio y un ajetreo de mesas, sillas y tazas. Mahou y Cola Cao, bien visibles, lo agradecen. Camarero y cliente inician una conversación que resulta enojosa para el cliente, que ya no tiene la razón ni paciencia alguna. La intriga sigue cuando se conoce el silencio de la mujer del camarero -Marta Gómez- y sus viajes por Madrid (ese lugar que no se cita pero que tiene una cerveza reconocible y un equipo de futbol llamado Rayo Vallecano del que aparece su bandera). El cliente colabora, su hija -Alba Planas- sale de su escondite para seguir a la esposa y ejercer de narradora casi omnisciente y todo parece encaminado a… nada. La frase final ejemplifica este viaje a ningún lugar, por muchos mapas que haya por medio: “¡Que va a ser!” (la vida continua sin resolver lo que Mayorga plantea y dice le ocupa: “Lo que hacemos con las palabras y lo que las palabras hacen con nosotros”).
Teatro que parece dramático y acaba siendo un poco absurdo. Lo salvan los actores en unos diálogos que se van haciendo agotadores, en parte por la monocordia de un Javier Gutiérrez quizás cansado de llevar muchas funciones sin encontrar a ‘los yugoslavos’ o no poderse tomar algún café de los que sirve. Eso sí: escenografía acertada de Elisa Sanz con dos ambientes y una pasarela que permite transiciones y espionajes, iluminación clarificadora de momentos clave y un espacio sonoro discreto. Y Mayorga dixit: “Si eres bueno con las palabras, puedes hacer con el otro lo que quieras”… aunque no siempre aciertes.