VOX y el Manifiesto de los Persas
El Manifiesto de los Persas tomó su nombre de un pasaje de Heródoto: los antiguos persas, tras un tiempo de caos, dedicaban cinco días al desorden para apreciar mejor la vuelta al poder absoluto del rey. Los diputados absolutistas de 1814 se apropiaron de esa imagen para pedir a Fernando VII que borrara la Constitución de 1812 y restaurara el viejo orden, presentándose como salvadores de la patria frente al «confuso» experimento liberal.
Hoy, ese gesto resuena. La ultraderecha —y una derecha que la acompaña por oportunismo— invoca la Constitución de 1978 con la misma solemnidad interesada con la que los «persas» invocaban el orden divino: la nombran para desnaturalizarla, la glorifican para vaciarla de su espíritu democrático.
En vísperas de un nuevo aniversario de la Constitución española de 1978, merece la pena mirar hacia atrás para entender cómo se repiten los errores cuando se confunde la patria con el privilegio, y la ley con el miedo. España ya conoció una traición semejante hace más de dos siglos, cuando un grupo de diputados absolutistas redactó el Manifiesto de los Persas, aquel documento infame con el que pidieron a Fernando VII la derogación de la Constitución de Cádiz de 1812, (La Pepa), restaurando el absolutismo y borrando de un plumazo los avances de libertad y soberanía nacional que habían nacido en las Cortes de Cádiz.
Aquel monarca, que había jurado cumplir la Constitución y que incluso proclamó con solemnidad «marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional», no tardó en traicionar su palabra. Devolvió al país a las tinieblas del absolutismo, persiguió a los liberales y hundió la esperanza de construir una España moderna, democrática y justa. Fue una felonía histórica, un golpe de los poderosos contra el pueblo, de los privilegios contra los derechos.
Hoy, salvando las distancias, se adivinan sombras parecidas en el discurso y en la práctica política de una ultraderecha que pretende envolver en banderas lo que en realidad es un ataque frontal al Estado Social y Democrático de Derecho.
El manifiesto reaccionario de nuestro tiempo no se escribe en papel sellado, pero se predica cada día desde tribunas y parlamentos: negar la violencia machista, recortar las políticas de igualdad, eliminar la memoria democrática, debilitar el sindicalismo o cuestionar el Estado Autonómico, que es el que da cohesión territorial y cercanía a los servicios públicos, es la demostración más evidente.
No basta con declararse constitucionalista mientras se niega la mitad de la Constitución. Porque la Constitución del 78 no es solo el artículo 2 ni el 155; es también el artículo 1, que define a España como un Estado social y democrático de derecho; el artículo 7, que reconoce a los sindicatos como pilares de la participación democrática; o el artículo 9.2, que obliga a los poderes públicos a promover la igualdad real y la libertad de todos los ciudadanos. Y eso es precisamente lo que está en riesgo cuando gobiernos autonómicos sostenidos por PP y VOX, también en Cantabria, recortan servicios esenciales, silencian la cultura, censuran la educación o relegan a los trabajadores a un segundo plano en el diálogo social.
Desde el sindicalismo sabemos bien que cada retroceso en derechos no es casualidad: es el resultado de una ideología que concibe la sociedad como una jerarquía y no como un proyecto compartido. La historia del movimiento obrero, igual que la de la Constitución, es la historia de la conquista de derechos frente a quienes siempre creyeron que la libertad debía reservarse para unos pocos. Por eso, defender hoy la Constitución implica defender la negociación colectiva, el derecho a la huelga, la protección social y el papel de los servicios públicos. Todo lo demás son proclamas vacías, como lo fueron las promesas de Fernando VII antes de traicionar al pueblo español.
El paralelismo con el Manifiesto de los Persas no es una simple metáfora: es una advertencia. Cada vez que las derechas se alían con la ultraderecha para desmantelar lo que tantos sacrificios costó construir —autonomías, libertades, pluralismo, igualdad—, la historia vuelve a recordarnos que las libertades se pierden despacio, pero se recuperan con sangre y sufrimiento.
«No hay democracia sin derechos sociales, ni derechos sociales sin sindicatos». Esa frase resume bien el sentido profundo de la Constitución que ahora conmemoramos: un pacto de convivencia basado en la justicia social y en el respeto a la diversidad. Quienes pretenden vaciarla de contenido, reduciéndola a un mero símbolo, cometen la misma infamia que los Persas de 1814: proclaman su amor a España mientras trabajan para arrebatarle su alma democrática.
Por eso, cuando llegue el próximo 6 de diciembre, más que discursos institucionales necesitamos convicciones firmes. La Constitución no es una reliquia, sino un compromiso vivo que debemos defender cada día, desde las fábricas, las aulas, las instituciones y las calles.
Porque si algo enseña nuestra historia es que los derechos solo se mantienen cuando el pueblo los defiende. Y frente a los nuevos persas de hoy, la mejor respuesta sigue siendo la misma de siempre: más democracia, más igualdad y más justicia social.