2026. Resistencias, reencuentros y propuestas. El ecofeminismo frente al auge del fascismo

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Vivimos un tiempo áspero. Un tiempo en el que el autoritarismo irrumpe con trajes respetables, consignas de “orden”, apelaciones a la “tradición” y una peligrosa nostalgia de jerarquías que por serlo, nunca fueron justas. Este nuevo fascismo se disfraza de sentido común, desacredita la ciencia, convierte el miedo en programa político y se alinea con los estertores del capitalismo industrial más destructor.

Pero sigue con sus rasgos clásicos: concentración de poder, desprecio por la diversidad, negación de la crisis climática y un ataque frontal a los avances feministas. Así el antifeminismo se ha convertido en uno de sus pilares y por eso cuestiona con bulos la violencia machista, intenta expulsar los debates de género del espacio público y pretende empujar de nuevo a las mujeres hacia el ámbito doméstico, como si la historia pudiera rebobinarse a golpe de consigna. Paralelamente, el negacionismo climático avanza con la misma lógica depredadora: se banaliza la destrucción ambiental, se glorifica el extractivismo y se caricaturiza el activismo ecológico.

No es casual. Mujeres, personas no normativas y/o racializadas, empobrecidas, y el propio manto de la Tierra se convierten en espacios sobre los que ejercer control, explotación o negación en nombre del mercado, del progreso o de una supuesta grandeza nacional. Por eso, resistir al fascismo hoy es una defensa radical de la vida, de la salud y de las condiciones de sustento que la hacen posible.

En ese escenario, el ecofeminismo no es una moda ni un lujo intelectual: es una respuesta necesaria, urgente y profundamente política y ofrece otro horizonte. Une la defensa del planeta con la defensa de la vida y señala con claridad que la explotación de la naturaleza y la opresión de las mujeres responden a una misma lógica patriarcal y capitalista. No se limita a diagnosticar: propone. Invita a pensar cómo los feminismos, en su pluralidad actual, pueden convertirse en herramientas activas frente a estas nuevas formas de fascismo. Plantea un cambio de mirada ya que no habrá justicia social sin justicia ambiental, ni igualdad real en un planeta devastado.

Aunque la relación entre feminismo y ecofeminismo no ha estado exenta de tensiones. Parte del feminismo miró con recelo algunas formulaciones ecofeministas iniciales, especialmente aquellas que caían en el esencialismo: la idea de una supuesta afinidad “natural” entre las mujeres y la naturaleza, basada en la capacidad reproductiva o en una predisposición innata al cuidado. Desde posiciones materialistas, se señaló con razón que ese discurso podía reforzar estereotipos históricos y legitimar la desigualdad que se pretendía combatir. No nacemos cuidadoras: somos socializadas para serlo.

Otro punto de fricción fue el enfoque espiritual de algunas corrientes ecofeministas. Apelar a la “Madre Tierra” o a una “espiritualidad femenina” resultó problemática para quienes defendían una lucha centrada en las condiciones materiales, las políticas públicas y los derechos concretos. ¿Debe la transformación comenzar con un cambio de conciencia simbólica o con la modificación de las estructuras económicas y legales? El debate fue, en ocasiones, tenso.

También hubo diferencias de agenda. Mientras el feminismo priorizó conquistas fundamentales —voto, trabajo, educación, seguridad frente a la violencia—el ecofeminismo amplió el marco y lanzó una advertencia incómoda: no habrá igualdad posible si el planeta colapsa. No habrá derechos en un mundo inhabitable. Esta ampliación no niega las luchas feministas; las sitúa en un contexto más amplio y, hoy, ineludible.

Lejos de ser una fractura insalvable, estos desencuentros han dado lugar, con el tiempo, a un diálogo más maduro. Las nuevas corrientes hablan de un ecofeminismo crítico e interseccional, que rechaza el esencialismo y asume que todas las personas dependemos del cuidado mutuo y del equilibrio ecológico. El feminismo ha aprendido del ecofeminismo a poner la vida —y la salud— en el centro. El ecofeminismo ha aprendido del feminismo a mantener una mirada política, concreta y transformadora, sin idealizaciones paralizantes.

En tiempos de fascismo hay que actuar y recuperar la palabra pública; no ceder el espacio mediático al odio ni al negacionismo, y ocupar la conversación con un lenguaje claro, accesible y esperanzador. Debatir es un acto político, una forma concreta de desarmar el discurso autoritario. El pensamiento crítico, el diálogo y la escucha se convierten en herramientas de resistencia frente a la uniformidad y la censura. Allí donde el fascismo simplifica, el feminismo complejiza. Donde el autoritarismo impone, el feminismo dialoga. Donde el miedo paraliza, el pensamiento crítico activa.

Tejer alianzas es ahora unir feminismos, ecologismos, pueblos indígenas, sindicatos y juventudes. La unidad en la diversidad es la mejor respuesta frente a la fragmentación que el fascismo promueve. El disenso no es debilidad, sino fortaleza democrática. Se trata de construir colectivamente mundos posibles.

Por ello, hacer debates feministas en escuelas, universidades y espacios comunitarios adquieren un valor estratégico. No son solo espacios de denuncia; son auténticos laboratorios de futuro. Incorporar el cuidado, la sostenibilidad y la igualdad en la educación formal y popular no es adoctrinar: es formar ciudadanía consciente de la interdependencia entre seres humanos y naturaleza. Sin cuidados no hay sociedad; sin sostenibilidad no hay futuro. Las luchas contra la violencia machista, la contaminación y el extractivismo son luchas inseparables.

Urge que despertemos. El llamado “desarrollo” nos está robando la salud hoy y se la está robando a las generaciones futuras de las que somos responsables. El cáncer, las enfermedades inflamatorias (incluido el Alzheimer), el suicidio, la ansiedad, nos los provoca este sistema económico depredador, alienante y contaminante. Frente a esa expropiación de la vida, el feminismo y el eco activismo, afirman con contundencia que cuidar la Tierra, exigir entornos saludables y cuidarnos entre nosotras, entre todas las personas, no es una opción moral: es un acto radical de hacer política. Una política que no se rinde, que no retrocede y que no acepta ni se hinca ante un mundo enfermo como destino y como herencia inevitable.

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