Muere Alberto Pico, una obra social en (hecha) persona

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Ha fallecido Alberto Pico, el párroco del Barrio Pesquero, después de las últimas complicaciones de una larga enfermedad que ya en los últimos meses había deteriorado mucho su estado de salud. Su capilla ardiente está instalada desde las 9.30 de este martes en la Iglesia, ya para siempre suya, del Pesquero. Decenas de vecinos y amigos se están acercando a lo largo del día para dar su último adiós a la figura del padre o el abuelo, según la generación, del popular barrio santanderino.

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Alberto Pico oficiando una misa (Foto: Mario Graña)

Alberto Pico, un cura muy alejado de la doctrina de la Iglesia, transgresor, murió a las once y media de la noche del 2 de junio, el día de la abdicación del Rey y la noche de las manifestaciones por la III República. En el Hospital de Santa Clotilde de Santander, donde estaba ingresado desde hace unas semanas, acababa de recibir una de sus últimas visitas: “Todavía abrió los ojos un momento, me cogió con las dos manos la cara y me dijo: hola hija, qué necesitas”.

“Era una obra social hecha persona”, recuerda frente a la Iglesia uno de los chicos de la parroquia. Un superviviente de aquella generación que Alberto Pico vio crecer y morir, la generación perdida del Barrio Pesquero, asolado por la droga, el caballo, aquellos años 80 y 90.

Todo empezaba en fechas como esta, en primavera y verano, en las costeras del bocarte y del atún. Con sólo 15 años salían a faenar de lunes a viernes y volvían con 140.000 pesetas, el sueldo de un profesor de instituto. Dejaban la mitad en casa y se iban de cubalibres a la ciudad – nada de botellones-. Los padres igual se pasaban tres semanas en alta mar; las madres no llegaban a todo.

Caer en la heroína era fácil, demasiado fácil. Luego venía la delincuencia: robaban para evitar el mono físico. Aquella España no estaba preparada para esa plaga. No había planes de prevención ni de desintoxicación. El que conseguía salir tenía muy difícil recuperar la confianza. Nadie les daba un trabajo, habían robado hasta a sus hermanos. Hace nada eran unos niños que detenían el partidillo para ir a abrazar y besar a Alberto Pico, de puro cariño; y poco después se habían convertido en zombis. Si veía a alguno sufrir, a plena luz del día, el cura sacaba 1.000 pesetas del bolsillo.

Hará sólo unos meses que Alberto Pico hizo llegar a la dirección de El Dueso un listado con once nombres. Junto a la alineación, un cartón de tabaco para cada uno.

NO HABLAR TANTO DE DIOS Y HABLAR MÁS DE LA TIERRA

Como se recordaba hace poco cuando se temía por el futuro de la guardería del Pesquero, Alberto ayudaba en lo que podía a la gente más dispar. Y se movía muy bien en todos los círculos, de todas las clases. Del Pesquero han salido grandes estudiantes. Uno de ellos, huérfano de padre profesor, se graduó en los Escolapios – uno de los colegios concertados más nutridos de élites de la ciudad- con un curriculum brillante y un futuro prometedor. Don Alberto le consiguió plaza y beca en Deusto, de los Jesuitas, su orden. El chaval decidió finalmente quedarse en Santander. Hoy es un alto funcionario del Estado en Madrid.

Don Alberto no quería nada para él, todo lo que conseguía era para los demás. Su austeridad era un modo de vida: “su pantalón de pana negro tenía más años que yo, y tengo 37”. Sus pantalones de pana, su jersey de lana, su Citroën AX. Pero siempre lograba lo que hiciera falta, lo que fuera necesario.

Lo sacaba de debajo de las piedras e iniciaba una cadena. Porque daba mucho, recibía en correspondencia y lo ponía a disposición: “En el campamento de Medina nos mandaba a la carnicería, sin dinero. Cuando les decíamos de parte de quién íbamos nos daba de todo”. Alberto Pico trascendía el Barrio Pesquero, Santander y Cantabria.

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Alberto Pico, en un homenaje que se le realizó en el Pesquero

En la iglesia del Barrio Pesquero, primeros años de la transición, alojó a muchos desamparados. Al Puerto llegaban polizones y, de alguna manera, la red solidaria de Alberto Pico se ponía a funcionar. Allí no se podían quedar mucho tiempo; después de unos días en su Iglesia, volverían a buscarse la vida ahí fuera.

Sus misas no eran sermones, eran un show. Y llenaba la iglesia los sábados, con gente de toda clase que venía de toda la ciudad: “Igual es porque no hablaba tanto de Dios y mucho más de la Tierra”, recuerda una parroquiana. Siempre pegado a la calle, siempre con la gente. En la escuela, a la hora del blanco, en las fiestas del Carmen.

Efectivamente, Alberto Pico, persona y personaje, contaba el mundo que veía: que había venido de los Corrales de Buelna y que había trabajadores de alguna fábrica en problemas. Como él siempre pensaba en los demás, hacía pensar en los demás a los demás. Y analizaba lo que estaba pasando a su alrededor, le removían las desigualdades. No se mordía la lengua, era transparente. Tenía verdaderos fieles, muy fans de Alberto Pico.

Él quería que se le recordara por haber ayudado. Lo ha conseguido: será justo así y será así porque es lo justo. El Barrio Pesquero ha perdido al padre y al abuelo, un escudo y una protección: “la pérdida es irreparable, no se puede sustituir a alguien así”, se resignan quienes más le han conocido. Es el dolor de todo un barrio y de toda una ciudad, que se verá mañana en el funeral. Después quedará el recuerdo, ese poso de serenidad que dejan las buenas personas cuando se van. Y ya se sabe, con el recuerdo, la inmortalidad. Descansa en Paz, Alberto Pico.

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