La Feria del Libro de Santander: zona de rescate

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En la plaza de Alfonso XIII aguardan miles de libros, alineados como soldados heridos en un hospital de campaña. Es zona de rescate. Se respira paciencia. Los libros te miran con los ojos que no tienen, exhibiendo tatuajes y heridas, expresiones de amor y esperanza.

Feria del Libro Viejo

Hay un Gambito de Caballo de Faulkner, por dos euros, pura tragedia del Sur profundo, un puñado de relatos llenos de hombres predestinados como héroes griegos, dispuestos a volver a levantarse en cuanto una mano pase hacia delante las páginas.

Y hay un Dante en rústica y en dos tomos, con la Comedia y la Vida Nueva y el De la elocuencia: justo ahí, mirando a la catedral, otro monumento, pero no de piedra, un puente entre la Edad Media y el Renacimiento, levantado hace ocho siglos por un florentino, que todavía perdura.

Y hay más cosas. Hay dos o tres Trópicos de Cáncer, el libro prohibido de Henry Miller que comienza así: No tengo dinero, ni sueños ni esperanzas: soy el hombre más feliz del mundo. Y rebuscando un poco, sin prisas, porque los libros inducen a la tranquilidad, se puede encontrar también la crónica de la Guerra de las Galias de Julio César, escrita hace dos mil años y un siglo, por la mano del Gran Hombre, un libro esmerado, redactado en los cuarteles de invierno de Roma cuando era Roma y nadie la eliminaba en la primera ronda del Mundial.

Y hay Shakespeares: hay sueños de una noche de verano, mercaderes de Venecia, Romeos y Julietas, hay un Rey Lear en edición de bolsillo con letras góticas en la portada, y hay también Otelos y Macbeths. Ahí, búscalos. Al lado de las colecciones de los periódicos, biblioteca de tal, biblioteca de aquello, los muchachos alineados en fila: Umbral, Borges, Cela, Roa Bastos, Molina. Puedes componer, en tres paseos, onces iniciales para ganar quince ligas.

Cuando vuelves tres veces conoces las caras. Los libreros son amables, te regalan un marcapáginas cada vez que compras un libro, responden dudas, asesoran, conocen la mercancía – que palabra tan fea – y entienden de ediciones: a veces se saben el camino recorrido por los libros, que son solo eso: viajeros que sin desplazarse del lugar atraviesan el tiempo con la indiferencia majestuosa de las cosas que son inmortales.

Y hay Biblias al lado de Moby Dicks, para que Jonás y Job reposen en la vecindad de Ahab y del leviatán que llenaba de canas de espuma los lomos del mar. ¿Qué más? Hay un América, la pieza inacabada de Kafka, esa en la que Franz quiso perderse – y perdernos – detrás de los ojos de un chavalito con cara de metáfora que descubre que la vida es un continente desconocido.

Según terminan los puestos, hay una exposición, con libros antiguos, fotografías viejas del puerto. Trabajo de archivo. Con la vocación de soldar Santander con el mar, esbozando a carboncillo la relación de la ciudad con el agua, la bahía, los barcos que vienen, descargan, se marchan.

En uno de esos barcos llegó Maiakovski, en los años veinte, camino de Nueva York. El gran poeta soviético de Georgia, que se pegó un tiro en el corazón mitad por amor y mitad por sufrir de verdad. Maiakovski escribió un poema desde cubierta, mirando un carruaje tirado por un mulo frente a un almacén de conservas en el muelle. Y está ahí, el poema, en ruso y en español, traducido por primera vez, las palabras de Vladimir, pueden verse, a dos colores. Y todo está en el poema: el mulo, el carruaje, el muelle, los almacenes, los santanderinos del puerto de hace ya casi un siglo, colocado todo con esa precisión detallista de los buenos poetas, que son capaces de colorear con palabras las fotos en blanco y negro.

Está todo ahí, en la plaza de Alfonso XIII, una ubicación nueva, más silenciosa y tranquila que la anterior, en el paseo de Pereda, donde los coches acribillaban un poco a los libros. Rayuelas, tierras baldías, platones y jenofontes, romanceros gitanos, marineros en tierra, poemas sociales de guerra y muerte, las canciones de Bertolt Brecht, los disparos secos de Hemingway, Adiós a las armas, El viejo y el mar, Unamunos, Boccacios, un Mannhattan Transfer con sobrecubierta de gletex, ojos que miran y manos que resucitan, al pasar las páginas con curiosidad, todas esas historias de ballenas blancas y gente derrotada y soldados de regreso a casa y reyes asesinos y amantes trágicos.

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