La vida que me espera

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||por JOSÉ ELIZONDO||

“La vida que te espera» parece un slogan publicitario puesto a la entrada del pueblo. También podría ser a la salida. Se nos muestra como un retrato costumbrista, de emociones extremas y el paisaje rural de fondo. Un paisaje construido a golpe de herencia y azadón, de callos en las manos y mirada quieta, de litro de leche regalado en la plaza del Ayuntamiento de Santander, de chorros de agua a presión contra los buzos de ganaderos y ganaderas que se manifiestan en Bruselas para no desaparecer. ¿Esa es la vida que me espera?

De extremos encontrados a mitad del camino entre una bofetada y una caricia, entre la crueldad de quien marca sus propios límites y el sacrifico de quien vive pegado al monte, piel contra tierra, para sacar a su familia adelante. Es también el último refugio de quien no sabe donde refugiarse, porque tanto cemento ahoga. Por eso tiende a idealizarse.

“Lo que no se habla se borra” recorre los labios mordidos de quienes hemos nacido y crecido en el pueblo. Como un refrán repetido, escuchado a nuestro abuelo. Como las pascuas o las marzas aprendidas desde niño y recitadas sin pensar, a voz en grito: “Si las cantaremos o las rezaremos”, mostrando como se mezcla lo privado y lo público, lo pagano y lo religioso, la fiesta y el recogimiento, pasado y presente en un futuro incierto.

Porque si no hablamos de ello es como si no hubiera sucedido y queda enterrado en la memoria del Olvido. Retales, “guerracivilistas” quizás, de un época donde recordar significaba señalar con el dedo. Y para intentar cerrar heridas había que dejar de recordar (no es lo mismo que olvidar). Y es que: “En el pueblo nos conocemos todos”.

La vida que le espera...al sector ganadero

La vida que le espera…al sector ganadero

Y “Lo que no se habla se borra”; y las palabras, a veces, cuestan, quizás porque aún se les da valor, porque todavía al decirlas empeñas algo más que la saliva que te cuesta pronunciarlas. O quizás porque el silencio también es cómplice de lo que no se quiere oír, porque duele. Dos caras de la misma moneda, dos verbos en la misma palabra.

La palabra dada se convierte entonces en contrato no firmado, pero con la misma validez. Se vuelve uno de los bienes más preciados de quien la ofrece, porque sabe lo que se juega, lo que ha costado conseguir lo que tiene. Lo difícil que es mantenerlo y seguir viviendo de ello.

La palabra es garantía suficiente. En los pueblos “nos conocemos todos” y no hace falta más. Para lo bueno y para lo menos bueno, también.

Por eso en la feria de Torrelavega se ve a personas, que solo coinciden de vez en cuando, saludarse con la familiaridad de quien habla el mismo idioma. Por eso se regatea:-Venga, ni “pa” ti, ni “pa” mí…Y, tras estrecharse la mano, el trato está hecho, la palabra dada, el compromiso adquirido.

“Si no quieres estudiar, ya sabes lo que te toca…la vida que te espera”. Quizás esa sea una de las afirmaciones que mejor resumen lo que ha significado crecer, vivir, trabajar en el pueblo. Las contradicciones que esto supone, el complejo que a veces nos acompañaba a quienes cruzábamos, en todos los sentidos, los límites de lo rural y la dificultad de definirlo.

Nos presentaban esta forma de vida como la última opción a la que recurrir cuando no valiéramos para todo lo demás. Quienes nos lo decían, “lo hacían por nuestro bien”. Habían crecido, se habían educado en una sociedad donde su modo de vida no encajaba y, por extensión, a ellos se les hacía difícil, a veces imposible.

Los «vendedores de humo» les dieron su palabra, consulta electoral tras consulta electoral, de que las cosas iban a cambiar. Y arde el monte y nada cambia….empeora…

Nos prometieron que preservarían nuestra forma de vida. Nos dijeron que harían lo posible por apoyarnos para que nos adaptáramos a los “tiempos modernos”. Sus palabras sonaban igual pero se repetían demasiado. Eran las mismas aunque nos significaban lo mismo. Definitivamente o no hablaban el mismo idioma, o nos habían mentido. Tantas palabras y tan bien escogidas, escondían simplemente la Mentira. Y el monte sigue ardiendo…

Y ahora les llamamos para pedirles cuentas, y no contesta nadie. Ahora las palabras se convierten en silencios incómodos cuando pedimos que nos ofrezcan soluciones. Ahora las palabras se convierten en golpes cuando nos manifestamos frente a los edificios donde deberían hablar en nuestro nombre y no lo hacen. Ahora las palabras se convierten en miseria para cobrar 27 céntimos el litro de leche. Ahora las palabras se convierten en “cuotas” de silencios forzados. Y ahora su silencio duele más que nunca. Y el monte sigue ardiendo…

Y es que han aprendido demasiado bien que de “lo que no se habla se borra” y dejando de hablar de nosotros quizás crean que acabaremos desapareciendo.

Esa es la vida que nos espera si no hacemos nada para cambiarlo. Y el monte arde…

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