Traductores…
«Únicamente si aprendemos a ver el valor de la naturaleza en sí misma, la naturaleza permitirá que los humanos estemos mucho tiempo más. Debemos aprender a querer y cuidar la naturaleza, si queremos impedir destruirnos a nosotros mismos. Nuestra acción más importante es cuidar la naturaleza.» (En su sesión del 28 de octubre de 1982, la Asamblea, General de la ONU aprobó la Carta Mundial de la Naturaleza)
En este extracto de la Carta Mundial de la Naturaleza, como si de una misiva a nosotros mismos se tratara, se sienta quizás una de los principios básicos sobre los que articular nuestro día a día; nuestras acciones y decisiones, nuestras prioridades y motivaciones. Cuidar de la Naturaleza es cuidar de nosotros mismos.
Pero tan distanciados como estamos de Ella, perdidos en nuestros bosques de asfalto y humo, durmiendo bajo el cartel luminoso de “Se Vende”, nos olvidamos de respirar. Nos olvidamos de ser algo más que un pago aplazado en las rebajas del “quiero y no puedo”.
Con los párpados convertidos en cajas registradoras facturamos lo que vemos y lo envolvemos en papel para regalo. Un regalo que no abrimos porque solo nos importa mirar la etiqueta del precio.
Es por eso que cada vez hacemos más ruido y nos comunicamos menos. Es por eso que cuando nuestros zapatos pisan algo más que cemento, nos torcemos el tobillo. Es por eso que, cuando nuestra mirada quiere mirar un poco más allá de nuestras propias “narices”, cada vez nos cuesta más entender lo que vemos. Por eso necesitamos traductores, mediadores entre la tierra y el asfalto, entre el humo y el aire puro.
Entre el lenguaje del ruido y el del saber escuchar. Entre lo artificial y lo natural.
Porque para respetar, para querer, es necesario entender y comprender. Antes todos conocíamos ese lenguaje, porque éramos una parte más. Pero nos fuimos distanciando a golpe de motor de explosión, de microondas y Tablet, de móvil y Photoshop, de realidad virtual, de “busque, compare y si encuentra algo mejor, cómprelo”. De parecer antes que de Ser. Y poco a poco nos olvidamos de sus nombres, de sus formas, de sus olores, de sus latidos. Los sustituimos por nuevos nombres, formas y olores que, sin embargo, cobraban por latir justo antes de convertirse en basura.
Por eso son tan importantes los traductores, porque ellos nos enseñan a hablar de nuevo, ellos aún mantienen vivas las palabras que nosotros matamos por indiferencia. Ellos mantienen abiertos los caminos que nosotros sepultamos bajo autopistas. Ellos mantienen con vida esa naturaleza que nosotros convertimos en “naturalezas muertas”, bodegones de plástico envasados al vacío y de venta en grandes centros comerciales. Ellos nos enseñan a querer y cuidar la naturaleza, a recordar que somos parte de ella, a combatir ese ruido que nos confunde día a día.
No conozco muchas personas que hayan cogido el testigo de quienes respiraban a pie de monte y sean capaces de transmitir el “sentido” de sus experiencias y así entender que mirar es algo más que ver, que saber es algo más que conocer y que para tomar conciencia de lo importante que es la naturaleza, es imprescindible vivirla.
Son personas que combaten día a día esas miradas construidas a base de museo etnográfico, “granjero busca esposa”, todo tiene un precio o estancia en casa de turismo rural donde por un módico precio se puede ser “campesino por un día”. Ponerse el traje tradicional, con albarcas y todo, aunque acaben “acolechados” del calor que hace. Así con su “pose” de segador con un dalle -que nunca ha sido afilado- desechar varias fotos hasta salir bien y poder compartirlas en las redes sociales.
Intentando hacerle los cuatro nudos a su pañuelo de marca para combatir la solana, tal y como manda el decálogo del campesino salido en el último número de “ruralworld”, un golpe de calor hace que el viaje acabe, antes de lo previsto, en el hospital de Laredo.
Mientras, con la motosierra en la mano, vaqueros y en mangas de camisa desabrochada hasta la mitad, mi vecino “Milo” observa estupefacto: –Como se nota que lo hacen por gusto, si lo tuvieran que hacer por obligación …,repite apoyado en la barra del bar y recuerda su garganta seca de tantas veces que escupió a la piedra para picar el dalle.
Y aun así, el regusto de haber perdido algo, y no saber exactamente el qué, acompaña el paladar de “Milo” mientras pide otro blanco: –Este mundo no hay quien lo entienda murmura.
Quizás, en el fondo, “le dolía que los hechos pasasen con esta facilidad a ser recuerdos; notar la sensación de que nada, nada de lo pasado, podría reproducirse.” (El Camino. Miguel Delibes.) No por ser mejor o peor, sino por ser pasado…
Y es que los traductores no solo traducen a quienes llegan, también a quienes están.
No quedan muchos traductores. Ojalá sepamos diferenciarles de tanto ruido, entenderles. Ojalá quede algo para traducir. No quedan muchos traductores y hay demasiados vendedores de humo o, como dicen en mi pueblo, “parlabaratos”.