Leonardo Torres Quevedo, de profesión inventor

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Una de las preguntas que responden los niños cuando se les pregunta qué quieren ser de mayores es inventor. En su cabeza, inventor es una profesión, como maestro, dibujante o futbolista. De mayores, la profesión de inventor se nos va diluyendo en otras, como la de ingeniero o científico.

El transbordador del Niágara

El transbordador del Niágara

Pero hubo un hombre que consiguió eso, ser inventor, y sembrar desde su cabeza mandos a distancia, calculadoras, dirigibles, robots o símbolos que perviven.

La figura de Leonardo Torres-Quevedo nos recuerda que la palabra ingeniería viene, pues eso, de INGENIO. Un nombre que es mucho más que el nombre de muchos colegios e institutos y de un museo en Madrid.

El de 8 agosto de 1916, justo hace 100 años, se conmemora la inauguración en NIÁGARA (Ontario, Canadá) el primer teleférico para pasajeros de Norteamérica, el “Niagara Spanish Aerocar”.

Había sido construido por una empresa española registrada en Canadá, The Niagara Spanish Aerocar Company, con capital español, administrador español, ingeniero constructor español, material transportado desde España a Canadá durante la I Guerra Mundial y explotación comercial inicial española.

Todo ello se hizo siguiendo las patentes de Leonardo Torres Quevedo (Santa Cruz de Iguña, 1852-Madrid, 1936), presentadas en Alemania, Suiza, Francia, Reino Unido, Austria-Hungría, EE.UU., etc., tras los ensayos realizados en el Valle de Iguña en 1876, hace ahora 130 años.

Torres Quevedo, Ingeniero de Caminos de formación a quien Maurice d’Ocagne caracterizó en 1930 como “el más prodigioso inventor de su tiempo”, puede ser considerado como «ingeniero total»,

INNUMERABLES INVENCIONES

Los dirigibles que sirvieron para que los británicos ganasen la Primera Guerra Mundial, levantando el bloqueo de los submarinos alemanes, fueron diseñados por Leonardo Torres Quevedo. Se construyeron más de 60 en Reino Unido y ni un solo barco de aprovisionamiento de las Islas Británicas fue hundido por un submarino alemán mientras estuvieron protegidos por los dirigibles diseñados por Torres Quevedo.

Retrato de Leonardo Torres Quevedo por Sorolla.

Retrato de Leonardo Torres Quevedo por Sorolla.

Su interés por resolver problemas le llevó a construir unas máquinas que él llamó aritmómetros, que resolvían operaciones muy complicadas, en raíces reales y complejas, y que podía hallar las raíces de polinomios de grado 8, algo inaudito para hace 100 años.

Después, Torres Quevedo desarrolló más inventos, como el ajedrecista, considerado el primer juego por ordenador; el telekino, el primer mando a distancia, que probó, en compañía del rey Alfonso XIII; y el trasbordador, que probó primero en la localidad de la que era oriundo, en Molledo.

Los transbordadores los inventó en el Valle de Iguña, los ensayó en el año 1886 y lo patento desde esta localización en todo el mundo. Tardó 30 años en construir el primero, instalado en el monte Ulía, en San Sebastián, y unos años después, una réplica agrandada en las cataratas del Niágara, el Spanish Aerocar.

MOLLEDO, BILBAO, PARÍS Y MADRID

Torres Quevedo nació en 1852 en Santa Cruz de Iguña, Molledo, en Cantabria. De ascendencia bilbaína por parte de padre y cántabra por su madre, vivió y estudió en la capital vizcaína los primeros años de su vida y, más tarde, marchó a París y Madrid para completar sus estudios como ingeniero de Caminos. Un largo viaje por Europa que pudo realizar gracias a una herencia le sirvió para conocer los últimos avances científicos y técnicos de un mundo que estaba en plena transformación y que cada día se despertaba con una nueva invención.

A su regreso a España se instaló en su localidad natal, donde, llevado por la curiosidad y espoleado por todos los prodigios que había visto, empezó a centrar su trabajo en la investigación, algo que ya nunca abandonaría.

Allí, en Molledo, inventó y patentó su sistema de transbordador en 1887, en principio destinado al transporte de cargas. Ya en el nuevo siglo, en 1907, cuando Torres Quevedo era un ingeniero e inventor de reconocido prestigio, instaló en el monte Ulía de San Sebastián el primer teleférico abierto en el mundo capaz de transportar personas.

De hecho, el famoso Transbordador del Niágara, abierto nueve años después, es una evolución de este primer ingenio de Torres Quevedo, basado en un sistema de cables soporte y tractores que se auto equilibra, trabajando a tensión constante soportada por los contrapesos situados en uno de sus extremos. Esto es, su patente de 1887, que fue la base, y aún sigue siéndolo, para todos los teleféricos construidos desde entonces a lo largo y ancho del mundo.

El Transbordador del Niágara, conocido como Niagara Spanish Aerocar, que cumple 100 años de funcionamiento con pequeñas modificaciones y sin haber sufrido accidentes dignos de mención, es una de las atracciones turísticas imprescindibles del lugar, junto a las famosas cataratas.

Hablamos de un teleférico, de 580 metros de longitud, que comunica dos puntos en la orilla canadiense (allí donde se produce el famoso remolino, whirlpool) y que posee otra particularidad: no sólo es el primer teleférico para pasajeros de toda Norteamérica, sino que se trata de un proyecto español de principio a final.

Está basado en una patente española, es obra de un ingeniero constructor español, fue construido -con material transportado desde España en plena Primera Guerra Mundial- por una empresa española (The Niagara Spanish Aerocar Co. Limited), constituida en Canadá con capital español, con administradores españoles y explotación comercial inicial española.

ALGUNOS DE SUS INVENTOS

En 1902 creó el Telekino, un invento considerado desde hace diez años por el IEEE (Instituto de Ingenieros Eléctricos y Electrónicos, por sus siglas en inglés) un hito para la ingeniería mundial. Se trataba de un autómata que ejecutaba órdenes transmitidas por ondas hertzianas, lo que de facto era el primer aparato de radiodirección del mundo, pionero en el campo del mando a distancia. Torres Quevedo lo concibió tanto para gobernar los torpedos submarinos de la Armada española como para maniobrar dirigibles, sin necesidad de arriesgar vidas humanas.

Torres Quevedo también desvió su atención hacia los cielos. Y, de esa manera, patentó entre 1902 y 1909 numerosos sistemas para el diseño y construcción de dirigibles autorrígidos, que recogían las ventajas de los sistemas precedentes pero eliminaban todos sus inconvenientes.

Infatigable creador, en 1914 presentó en España y Francia la considerada primera manifestación de inteligencia artificial de la historia: el «Ajedrecista”. Se trataba de un autómata con el que se podía jugar un final de partida de ajedrez: torre y rey contra rey. La máquina analizaba en cada movimiento la posición del rey que manejaba el humano, pensaba e iba moviendo inteligentemente su torre o su rey, dentro de las reglas del ajedrez y de acuerdo con el programa introducido en la máquina por su constructor hasta, indefectiblemente, dar el jaque mate.

Y hay más, mucho más. Patentes sobre máquinas de escribir, un puntero proyectable para ayudar a los profesores en sus explicaciones, la llamada binave -el primer bimarán de casco metálico de la historia, cuyo uso no se haría común hasta finales del siglo XX- o las denominadas máquinas algébricas, artefactos de cálculo analógico en los que una determinada ecuación algébrica se resolvía mediante un modelo físico. Más tarde presentaría en Argentina su concepción teórica de nuevas máquinas de calcular digitales de tecnología electromecánica, adelantándose nuevamente a su época.

Con todo, el año verdaderamente crucial para la figura de Torres Quevedo fue 1920, cuando presentó en París su aritmómetro electromecánico, materialización de las ideas teóricas sobre las máquinas analíticas avanzadas ya años antes. Esta nueva creación contenía las diferentes unidades que constituyen hoy una computadora (unidad aritmética, unidad de control, pequeña memoria y una máquina de escribir como órgano de salida y para imprimir el resultado final), convirtiéndole en el inventor del primer ordenador de la historia.

En torno a su figura, que despertó admiración a uno y otro lado del Atlántico, se sitúa asimismo un hecho tan destacado como los orígenes de la I+D+i. En 1906, un grupo de empresarios vascos creó la Sociedad de Estudios y Obras de Ingeniería, cuyo objeto, fijado en su primera base, era esclarecedor: “Estudiar experimentalmente los proyectos o inventos que le sean presentados por don Leonardo Torres Quevedo y llevarlos a la práctica”.

Torres Quevedo murió en Madrid en 1936, habiendo dedicado los últimos años de su vida a recoger por todo el mundo reconocimientos a su creatividad, labor investigadora e ingenio.

 

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