El giro emocional

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Se vuelve complicado calibrar la báscula para encontrar el contrapeso de un sentimiento. Quizás por eso sea un error querer datarlo, como si fuera un experimento científico sometido a la prueba del carbono catorce. Sería complicarlo ordenarlo, encasillarlo, clasificarlo, etiquetarlo. Nunca salen las cuentas cuando se quiere repartir una lágrima a partes iguales, la envidia, el miedo, una ofensa, o ese amor propio del que todos hablamos, pero que solo reconocemos en privado. No es fácil desnudarse mientras te miran. Incluso si estás a solas. Hay demasiados juegos de espejos en la retina.

El conocido como “giro emocional” o “emotional turn”[1]  se ha convertido desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 en una de las corrientes historiográficas emergentes dentro del estudio de las ciencias sociales. El protagonismo que  las emociones adquieren dentro del “hecho histórico”  será determinante a la hora de analizarlos. De la misma forma el papel de las emociones, dentro de una (Pos) Modernidad necesitada de recuperar la razón para que sus señas de identidad no se pierdan por el sumidero de la historia, nos llevará a preguntarnos si ese concepto de Modernidad no necesita incorporar a su “razón de ser” algo que hasta la fecha no alcanzaba a comprender: El peso de las emociones. Y aunque las emociones no son  fáciles de medir no podemos obviarlas a  la hora de estudiar cómo se construyen los relatos identitarios, de analizar las narrativas en las que dichos relatos se sumergen, de sus discursos.

Y es que las emociones poseen un impresionante potencial agregador y movilizador pero, de la misma manera, y de forma directamente proporcional, dan la oportunidad, a quienes apelan a ellas, de instrumentalizarlas, de utilizarlas en beneficio de una visión sesgada de la historia y del análisis de los acontecimientos hasta hacernos “perder la razón”. En su artículo “Historia de las emociones caminos y retos”[2]  el historiador Jan Pampler nos muestra cómo las emociones tienen cada vez mayor protagonismo en la sociedad. En cómo interpretamos lo que ocurre, en cómo los medios de comunicación, los creadores de opinión y los políticos utilizan cada vez más la “retórica de las emociones” conscientes también de la rentabilidad que supone apelar continuamente a ellas. Al hacerlo olvidamos todo lo demás, lo supeditamos a la dictadura de la emoción, simplificando la realidad para no rompernos demasiado la cabeza. Y el nudo de las emociones  nos aprieta el estómago, más y más, hasta vomitar.

 

La emoción produce monstruos que la razón no sabe explicar -¿o era al revés?-

 

Mediante las emociones encontramos un grupo, nos sentimos reforzados y seguros en él, creamos lazos y vínculos difíciles de romper. Una “comunidad emocional” en palabras de Barbara Rosenwein que nos permite reafirmarnos y que no nos pide rascar un poco más allá de esa piel de gallina que se nos pone cuando izamos una bandera, cuando entonamos un himno o canción, cuando construimos un “nosotros” a golpe de una misma voz como si de un salmo religioso se tratara.

Así las emociones se convierten en los agentes más movilizadores -o desmovilizadores, según el contexto-. Emociones como el miedo utilizado para construir un enemigo a la medida de la sinrazón, o para ocultar las razones que se esconden tras esa apelación irracional que se empeña en que tomes partido en una partida amañada. El miedo  a las mayorías, a las minorías. El miedo  a escuchar, por  miedo a perder esa certidumbre que nos da seguridad. (No vaya a ser que me equivoque de “bando”). El miedo a no encajar, a que te excluyan, a manifestar una postura diferente a lo que dicta la mayoría –cualquier mayoría, en cualquier contexto- y por eso guardar silencio y dejarse llevar[3]. Y el miedo como emoción primaria que activa nuestros instintos de supervivencia. Ese miedo tan transversal que asusta no solo a la razón.

Y es que la comunidad emocional nos ofrece ese espacio refugio, esa trinchera, ese horizonte de futuro tras tantas decepciones y fracasos, ese muro tras el cual podemos sentirnos a salvo. Y lo hace sin hacer preguntas, sin cuestionar las razones, los prejuicios que podamos tener, dejándolas que se diluyan en esa emocionalidad compartida. En forma de “no puedes entenderlo, se siente o no se siente” como coartada para no entender nada, para no debatir, para no cuestionar, para no pensar, para no preguntarnos las causas que se esconden tras esa llamada continúa a nuestra visceralidad. ¿Quién puede discutir sobre lo que alguien siente? Hacerlo sería herir ese “amor propio” del que cada cual se apropia según le conviene. Un “amor en propiedad”. Y así las emociones se convierten en un artículo de consumo más a la venta en los mejores discursos. Y así la multitud fagocita al individuo.

No se puede separar Modernidad y Posmodernidad, igual que no se puede separar la razón de las emociones, hacerlo sería perder un ojo en la mirada de lo que ocurre. Sin embargo, exigirnos desentramar las razones que hay tras esa emoción escenificada y compartida, así como las emociones tras ese análisis aparentemente racional, es urgente si no queremos ser meras marionetas de quienes ya no solo se empeñan en pensar por nosotros, sino también en dictarnos lo que debemos sentir y cómo debemos hacerlo.

[1] En la línea del artículo “La razón del sentimiento. Modernidad, emociones e historia…” en  Cuadernos de Historia Contemporánea 2014, vol. 36, 57-72

[2] Encontrado en “Cuadernos de Historia Contemporánea” 2014, vol. 36, 17-29.

[3] Es lo que la socióloga alemana Elisabeth Noelle Neumann denominó como “Espiral del Silencio”.

 

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