Viejos y nuevos rostros del fascismo

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||por Martín Alonso, miembro de LIBRES y del colectivo JUAN DE MAIRENA||

En 1992 una red de organizaciones pone en marcha un conjunto de actividades en torno al 9 de noviembre, Día Internacional contra el Fascismo y el Antisemitismo. La fecha conmemora la Noche de los Cristales Rotos y tiene el cometido de llamar la atención sobre los peligros del nacionalismo, el populismo, el antisemitismo, el extremismo de derechas y el neofascismo.

La elección está sobradamente justificada habida cuenta de que la memoria de la Segunda Guerra Mundial (IIGM) es el zócalo sentimental de Europa, entendida en la acepción axiológica no en la geográfica. En su Historia moral del siglo XX, Jonathan Glover recuerda esta frase de R.G. Collingwood: “la principal tarea de la filosofía del siglo XX es ajustar cuentas con la historia del siglo XX”. Y no solo de la filosofía porque el fascismo es una pieza central de esa historia.

Campos de concentración y exterminio

En 1992 el mapa político era más legible que hoy y la frontera entre democracia y fascismo resultaba evidente. El cuarto de siglo transcurrido ha conocido acontecimientos que han provocado un vuelvo brutal: la implosión del consenso socialdemócrata (con su clímax en el vergonzoso Consenso de Washington y los avatares de la tercera vía), las dinámicas de balcanización tras el fin de la guerra fría, la entronización del neoliberalismo a rebufo de la crisis financiera y la aparición del la yihad global.

A ello hay que sumar el impacto de las estrategias de construcción de la postverdad en la era de las redes sociales.

Oímos con frecuencia la acusación de fascista (nazi o franquista). La mayor parte de las veces mal utilizada, por olvido o desconocimiento, por abuso o por pereza mental. El olvido tiene que ver en gran medida con la muerte de los testigos: los jóvenes de hoy no disponen de una escala para aproximarse emocionalmente al horror de las guerras de ayer. El tabú ha perdido mordiente y así un grupo neonazi (AfD) ha franqueado el umbral del Bundestag. Hemos olvidado también los cuatro vectores que desembocaron en la IIGM y que recuerda Ian Kershaw en El descenso a los infiernos: el nacionalismo etnoracista, el revisionismo territorial, los conflictos de clase y la crisis del capitalismo.

Emparentado con el olvido o el desconocimiento, el abuso puede obedecer a un empeño por desacreditar las democracias realmente existentes, una deriva que una persona (superviviente) de la talla de Jean Amèry reprochó a la izquierda alemana en Más allá de la culpa y la expiación. Vale la pena recuperar sus palabras:

“Me preocupa que la juventud alemana —aquella ilustrable, esencialmente generosa y amante de la utopía, por tanto, la izquierda— no se deslice inopinadamente hacia quienes son tanto sus enemigos como los míos. Estos jóvenes hablan con demasiada ligereza de «fascismo». Y no reparan en que así sólo consiguen imponer a la realidad retículos ideológicos de escasa fineza cognoscitiva. No se percatan de que la realidad de la República Federal Alemana oculta en su seno bastantes injusticias ciertamente escandalosas, necesitadas de perentorios mejoramientos, pero que no por esto es fascista. […] los cronistas de la época [nacionalsocialista] saben también que la vigilancia no debe convertirse bruscamente en una disposición paranoica que en última instancia favorece sólo a quienes con sus gruesas manos de carnicero querrían estrangular las libertades democráticas. Pero si hoy día los jóvenes de izquierda de Alemania llegan al extremo de considerar […], sin los distingos pertinentes, a todos los gobiernos que definen como democracias «formales», […] como fascistas, imperialistas, colonialistas y obran en consecuencia; entonces, cualquiera que haya sido coetáneo del horror nazi está obligado a intervenir, independientemente de los resultados que se deriven de su intervención”.

Para acercarlo a nuestro visor: una cosa es que se considere que los Jordis no deben estar en prisión, otra que se les trate de presos políticos; y no hace falta decir que cualquier analogía entre la fuga de Puigdemont y el exilio republicano es un disparate inconmensurable. Es un insulto a los exiliados del 39 y a los supervivientes de las cárceles franquistas. Es también un desconocimiento profundo de los que significan siglas como el TOP y BPS. Sorprende que la nueva izquierda haya incurrido en esta forma postmoderna de revisionismo.

La pereza mental, por último, explica la resistencia a reconocer los nuevos rostros del mal político. Sabemos que el neonazismo es xenófobo y particularmente islamófobo pero cuesta más escuchar sobre las conversiones desde el extremismo ultraderechista al extremismo islamista. Son algo más que supuestos aislados como refieren Lois Beckett y Jason Burke en The Guardian (27/10/2017). Es el caso de Timothy McVeigh, responsable de la muerte de 168 personas en Oklahoma. Ambas formaciones se aproximan en las tácticas, la dinámica de radicalización, la brutalidad de sus prácticas, el odio a la democracia y el empeño de construir un orden global sobre criterios esencialistas extrapolíticos. La filósofa Hélène L’Heuillet (Tu haïras ton prochain comme toi-même) ha puesto de manifiesto las afinidades entre el odio populista y el yijadista.

Pero hay otras aproximaciones que difuminan la pureza de las geometrías. En las recientes elecciones en Sicilia triunfó una alianza de Forza Italia, la Liga Norte y Fratelli d’Italia. La presencia institucional de partidos de extrema derecha es ya más regla que excepción, e incluso en aquellos países en que no forman parte de órganos de gobierno sus programas han liberado otros tabúes, como ocurre en Francia con el FN, en Austria con el FPÖ, en Suiza con la UDC, etc.

La crisis del capitalismo se expresa ahora en el triunfo de la globalización neoliberal, un esquema social que ha provocado un incremento exponencial de las desigualdades y un vaciamiento de la sustancia del estado social, una herencia de la IIGM. De la misma manera que podemos preguntarnos sobre la compatibilidad entre nacionalismo (la constante de la extrema derecha) y democracia, podemos hacerlo entre ortodoxia neoliberal (mercatocracia) y democracia. Y al respecto hay un punto en el que confluyen ambas lógicas: la balcanización de Europa que anhelan las formaciones nativistas de los territorios más ricos. La Europa de las regiones fue una propuesta del ordoliberalismo. La invocación del derecho de autodeterminación no sólo no se corresponde de ninguna manera con las condiciones objetivas (¿famélica legión?) de Flandes, Cataluña, Euskadi o la ficticia padana, sino que fractura las resistencias que conservan los estados para hacer frente a la lógica tecnocrática, a la implantación de un neoliberalismo transnacional, que reduce la política a una condición adjetiva o adverbial. Las doctrinas nativistas (no excepcionalmente supremacistas) promueven el ethnos contra el demos, alientan etnocracias basadas en las diferencias que se maridan con las tecnocracias promotoras de las desigualdades. El emblema de la deformación tecnocrática de la UE es su política respecto a los refugiados: la externalización, vale decir, la mercantilización de los derechos. También allí confluyen las fobias antigualitarias de los neoliberales y las xenófobas o racistas de los nacionalistas.

La yihad global (una forma de teocracia identitaria) no puede no ser relacionada con la esfera antiliberal del fascismo y las extremas derechas. Su feroz misoginia debería ser argumento suficiente. Por eso, las plantillas binarias que solo ven los males del imperialismo y la islamofobia son desacertadas; la aquiescencia con el fundamentalismo islámico es tan inaceptable como la que se acomoda con el fundamentalismo étnico (el término que utiliza Claudia Koonz para definir el nazismo). Cuando hace unos años (La Vanguardia, 01/03/2008) le preguntaban a Joan Herrera (ICV) por las subvenciones al Consell Islàmic, presidido por un imán fundamentalista, contestaba que “el radicalismo está en las mezquitas, a veces, pero también en las iglesias”. Cuando nueve años después se produjeron los atentados en Barcelona y Cambrils, 70 de las 100 mezquitas de orientación salafista de España están en Cataluña (L’Obs, 31/08/2017). El odio, es una pieza inseparable del fascismo y de todas las formaciones ideológicas emparentadas en la intransigencia. Poco después del atentado contra una discoteca gay en Orlando (Florida), que causó 49 muertes, Daesh publicó un comunicado titulado “¿Por qué os odiamos?” (Dabiq, 15, 2016) en el que leemos: “Os odiamos porque vuestras sociedades seculares y liberales permiten lo que Alá ha prohibido mientras que prohíben mucho de lo que Él ha permitido. […] Por ello, os hacemos la guerra para evitar que difundáis vuestra incredulidad y vuestro libertinaje, vuestro secularismo y nacionalismo, vuestros pervertidos valores liberales, vuestro cristianismo y ateísmo, y toda la depravación y corrupción que entrañan”.

El último elemento a destacar tiene que ver con las tecnologías: las redes sociales proporcionan refugio a esas carencias psicológicas donde arraigan los fanatismos identitarios o religiosos. Cabe sospechar alguna influencia entre estos dos datos de una encuesta elaborada por Roberto S. Foa y Yascha Mounk (Journal of Democracy, 03/07/2016): el 72% de los norteamericanos consideraba esencial vivir en democracia antes de la IIGM, solo el 30% de los millenials piensa así hoy. En Europa del 53% de entonces se ha pasado al 42% hoy. Estos resultados tienen su complemento en un crecimiento notable del apoyo a las alternativas autoritarias. Jóvenes y ricos son los más hostiles a las normas democráticas, un patrón que se corresponde con el nacionalismo de los ricos citado arriba y con las preferencias nativistas que explican el éxito del Brexit, Trump o Wilders. Como si los afortunados del mundo consideraran la democracia no ya como una conquista sino como un estorbo. En Europa el diferencial de apatía política entre jóvenes (16-35) y mayores era de 4 puntos en 1992 y ha subido a 14 en 2010. Paralelamente, como observa Carolin Emcke en Contra el odio, el insulto y el odio se han vuelto aceptables en la esfera pública. Las redes son un buen ejemplo.

Los enemigos de la libertad y la igualdad tienen hoy muchas caras, a veces competidoras otras coaligadas. La simplificación no ayuda a comprender el nuevo paisaje y la horma de los 140 caracteres, muchas veces anónimos por añadidura, tampoco. No vale la lógica binaria según la cual el enemigo de mi enemigo es mi aliado.

¿Es aliada la oligarquía corrupta rusa que pugna por destrozar Europa con sus trolls e intoxicaciones? ¿No es más bien un aliado de la extrema derecha populista con quien comparte su inquina contra el imperio de la ley? En el paisaje político hacen falta lentes finas, lo contrario de un mal puede ser un peor y la alternativa a un inexistente bien será siempre un regular o un mal menor. Poner la carga de la prueba en el plato del enemigo es una posición tranquilizadora pero irresponsable.

Debemos recordar la pasividad de algunos pacifistas frente a Hitler y la equidistancia de otros muchos en situaciones recurrentes. Todas las políticas que señalan a los otros y los convierten en víctimas deben ser igualmente combatidas. Y el señalamiento es el primer escalón de cualquier doctrina de matriz identitaria. El paradigma de los derechos humanos, una expresión sintomáticamente cada vez más exótica, es el baluarte que nos ampara frente a la barbarie. Por eso todas las expresiones del fascismo, las duras y las blandas abominan de ellos.

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